Prólogo

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¿Alguna vez te preguntaste de dónde vienen las historias para antes de dormir? ¿De dónde salen los cuentos? Yo solía hacerlo, y entonces... descubrí que eran reales.

Recuerdo bien aquel día en que cambió todo. Fue oscuro, una noche tintada y eterna que cubrió al mundo a mitad de la tarde. Una horrible tormenta, como jamás he vuelto a ver ninguna, azotaba las ventanas y se estampaba en el techo como si intentara atravesarlo con cada gota. Los relámpagos iluminaban mi habitación con horribles centelleos violetas que me ponían la piel de gallina y, sin embargo, yo permanecía en silencio, aferrado a mi preciado libro número ocho, en cuya portada un montón de garabatos formaban la figura de una bella mujer vestida de azul. Ésta se encontraba sentada sobre algo que podía adivinarse como pasto o hierba, y entre sus piernas crecían flores de cada color imaginable. «Es la madre tierra» había dicho mi mamá cuando me regalaron la gruesa enciclopedia con fábulas, leyendas y cuentos que por entonces yacía en la estantería al lado de mi cama; contenía historias de todas partes del mundo, desde México hasta China, y cada noche rogaba a la tía Bel porque las leyera para mí hasta quedarme dormido, aunque ambos sabíamos que eso podía llevar más de un solo relato. Con el tiempo, llegué a aprender el condenado tomo ocho de memoria, así como los otros once que le acompañaban.

Intentando olvidar el miedo a la tormenta, comencé a recitar uno de los cuentos para mí mismo sin siquiera abrir el libro. Cerré los ojos y me recosté sobre el piso para aliviar un poco el calor del incipiente verano, que llegaba heroico tras una gélida primavera.

«¡Maldita sea!» escuché refunfuñar a mi tía en la otra habitación. Abrí los ojos y descubrí al abuelo observándome con atención desde su silla mecedora. Tenía una expresión que no supe descifrar.

─¿Conoces su historia? ─me preguntó señalando a la mujer del libro.

─Es la madre tierra ─contesté seguro de mí y con aires de experto a mis escasos nueve años.

─Es Akna ─me corrigió─, aunque es verdad que le conocen con muchos otros nombres.

Le miré incrédulo por unos momentos, él pareció adivinar mi pensamiento y sonrió, aunque sin duda tenía la mente perdida en algún punto lejano en el tiempo. Después acarició su larga barba, ya cana, con tanta melancolía como le es posible albergar a alguien.

─Akna es como yo la recuerdo, muchos le dicen madre naturaleza o madre tierra, Gaia o Tatéi, pero son todas la misma ─explicó distraído, atrayendo desde luego mi atención─. Hay demasiados nombres para nuestra creadora...

─¿Nuestra? ─pregunté como un tonto.

─Pues claro, ¿acaso crees que apareciste de la nada? ─replicó burlón y yo apreté los labios, arrugando la nariz a la vez, para que notara mi falsa molestia.

Una lágrima intentó asomar a pesar de la gran risotada que soltó después de ver mi reacción, y solo se detuvo cuando otro relámpago me hizo saltar y pegarme a él como chinche. Por un momento, me devolvió el abrazo con tal calidez que desee quedarme ahí para siempre, no obstante, me alejó de inmediato, como si hubiera descubierto piojos en mi cabeza justo en aquel segundo. «Alguna basurilla le habrá molestado» supuse, pues escondió la cara entre sus manos y se talló los ojos por debajo de las gafas.

Tras aquel fugaz desliz, el abuelo retomó su habitual parquedad y me contempló por largos minutos frunciendo el ceño, como solía hacer cuando jugaba ajedrez. Después, tamborileando los dedos sobre el posa brazos de su silla, al fin se decidió a preguntar:

─¿Crees en todo eso que lees?

Su mano se acercó hasta mí y sujetó el libro con la mujer de vestido azul.

Ecos del pasado | El último deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora