IV. Encuentros

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Cubierta por bellas flores, árboles frondosos de todo tipo y hierba en cada camino que pudiera encontrarse, Ederan era habitada por aquellas conocidas como driadas, seres tan longevos como el árbol del que habían nacido y de belleza impresionante; poseían magia verde o el Don, como lo llamaban entre ellos, que les brindaba fuerza y habilidades ligadas a sus raíces. Estos seres se agrupaban en familias y cada familia provenía de una raíz diferente. Así pues existían, entre otros, los descendientes del roble, conocidos por su fortaleza; los descendientes de la hiedra, siempre jugueteando y llevando rumores a todas partes; también estaban los descendientes del olivo, quienes eran en extremo pacíficos y, por supuesto, los descendientes de cada tipo de flor, entre los cuales destacaba la familia Rozings: una larga dinastía de driadas provenientes de las rosas, conocidas por ser fieles servidoras de las Doce Naciones y por qué no decirlo, por su porte un tanto pomposo.

Iniciaba la temporada más importante para los habitantes de Ederan, las hojas de los árboles a punto de nacer eran pequeños brotes de un verde brillante, las flores se preparaban para abrir sus pétalos esparciendo sus fragancias por cada rincón al que pudiesen llegar y la hiedra estiraba sus largas guías como si de una doncella a punto de despertar se tratase. Aquella era, sin duda, una de las mañanas más pacíficas jamás vistas, aunque como es bien sabido, siempre hay una excepción.

─¡Hora de levantarse, Hebel Rozings! ¡No me hagas repetirlo! ─gritó su madre desde la otra habitación.

─¡Pero mamá! ¡No quiero ir!

─¡Apresúrate, tu hermana ya está lista! ¡Irás, aunque sea a rastras!

La pequeña y rebelde Hebel se deslizó de la cama cual gusano, arrastrando los pies con pesadez hasta llegar al lavabo. Era un gran día para su hermana y su familia, pero no para ella: el viaje era largo y la ceremonia aún más; además, odiaba la idea de que su hermana fuera quien encabezara la Caravana de ese año. «De seguro será más insoportable de lo habitual». Se miró al espejo y frunció el ceño. Los largos cabellos encrespados le caían por los hombros hasta la cintura, igual a una mata color rosa que cubría a la pequeña de ocho años. Tomó un cepillo y comenzó a desenmarañar mechón por mechón al tiempo que refunfuñaba y maldecía entre dientes, ya que siendo aún tan pequeña, su Don no estaba del todo desarrollado y tenía que hacer todo de la manera más difícil, o arriesgarse y terminar aún peor que como había iniciado. «Debes ser paciente, llegará el momento en que puedas controlarlos» decía su madre, pero aquel día soñado le parecía cada vez más una eternidad y una tremenda molestia.

Lasriel entró en la habitación saltando y gritando a su hermana con voz cantarina. Al igual que el de su hermana menor, su cabello era una enorme mata rosada que caía hasta el piso y su piel apiñonada se acercaba a un rosa cálido que hacía evidente su linaje Rozings.

─¡Adivina que día es hoy! ─canturreó a la vez que giraba sobre la punta de sus pies para que las pequeñas hojas iridiscentes en sus piernas parpadearan.

Cumplía su mayoría de edad y había ganado en cada una de las tareas asignadas durante la competencia previa a la primavera, por lo que ahora era su turno de dirigir la Caravana del Equinoccio que llevaría prosperidad y abundancia a las Doce Naciones, y terminaría en una gran fiesta en el centro de la bella Arandra, justo para ver la transformación del jardín de oro con ella coronada como Reina del Equinoccio de ese año, por supuesto.

─¡Hebel! ─entonó─. Hermana querida, si no te apresuras me aseguraré de que lo lamentes.

─¿Y cómo lo harás si estarás en Arandra haciendo de reina falsa todo el año? ─replicó Hebel malhumorada.

─Encontraré alguna manera ─respondió Lasriel entre carcajadas mientras se tumbaba en la cama y miraba por la ventana. Aún estaba oscuro, pero ya se podían percibir los primeros rayos del sol tiñendo de añejo gris el cielo.

Ecos del pasado | El último deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora