VIII. Ocultos

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El encapuchado observó a las driadas alejarse a toda velocidad, llevando consigo la pieza que daba vida a su bestia. Sintiéndose acabado, pasó largo rato caminando de un lado a otro, pensando en la manera de recuperar lo que había perdido y, al mismo tiempo, tratando de encontrar las palabras con las que convencería a su jefe de darle otra oportunidad, pero cuando el cielo empezó a clarear, se vio obligado a volver. Abrió un portal, igual que tantas otras veces, y arrastró a su criatura de regreso a lo que consideraba hogar.

El torbellino le dejó caer del otro lado y su rostro, aunque cubierto, se desencajó cuando apareció en medio de la nada. No quedaba ni rastro de lo que alguna vez fuera la guarida mugrosa y maloliente que veía a diario y nada halló de sus experimentos o muestras. En cambio, se encontró parado sobre una pila de escombros y cenizas que se levantaban con el viento para inmediatamente después perderse de vista. Miró aterrado a su alrededor y de pronto recordó a su prisionero. «¡Mierda!». Giró hacia donde solía encontrarse la puerta, pero ni siquiera las gruesas paredes del congelador habían resistido el fuego. Rogó entonces por encontrar al menos el cuerpo calcinado del hombre cuya muerte había jurado a sus superiores.

Se disponía a buscar entre las ruinas, blasfemando y vapuleando a su criatura, cuando notó al otro encapuchado que lo observaba de pie desde lo que antaño debió ser una acera cruzando el camino de terracería. Las piernas le temblaron, ignorando todo esfuerzo por detenerlas; sudor frío bajó por su espalda y rostro, y la respiración entrecortada apenas le permitió enderezarse para mirarlo de frente: dos brillantes ojos dorados asomaban bajo una capucha verde esmeralda y le atravesaban con furia, llevaba también dos criaturas nocturnas, igual que él antes de perder una a manos de los «ocultos» días atrás, aunque la actitud altiva dejaba ver que no era su igual.

Armándose de valor, tomó aire y dio un paso. Al instante, el otro encapuchado sonó un silbato silencioso y la bestia a la que maldecía hasta hacía poco se unió a las otras dos, que cruzaron el camino de un salto. En un abrir y cerrar de ojos, las tres criaturas le tenían rodeado y gruñían dejando a la vista sendos colmillos hechos de niebla oscura, que se revolvieron cada vez que éstas tomaron una forma distinta. El terror lo invadió y trató de decir algo, por desgracia, el silbato sonó de nuevo...

Las bestias se abalanzaron sobre él, desgarrando piel y partiendo cada parte de su cuerpo mientras se retorcía entre alaridos de dolor hasta quedar bañado en sangre. Dorados ojos acercándose fue lo último que vio antes de cerrar los suyos para no volver a abrirlos jamás; yació frágil y sin vida sobre los escombros de su extinta morada, donde el nuevo encapuchado le miró por unos instantes, no con pena o lástima, sino con diversión, como si quisiera grabar esa imagen en su retorcida memoria.

El hombre de la capa verde esbozó una leve sonrisa, encendió una llama con tan solo el tronar de sus dedos y la arrojó a los despojos igual que si fueran un vulgar saco de basura. Éstos desaparecieron en cuestión de segundos. A unos pasos de ahí se encontraba la esfera dorada, que había caído de entre las ropas hechas trizas del ahora difunto torturador. El encapuchado la tomó y, limpiando la sangre que la salpicaba, llamó a las tres bestias que ahora le obedecían, abrió un portal y los cuatro desaparecieron en él.

Una bota gastada fue lo primero en reaparecer, seguida del hombre que la llevaba y sus tres bestias de humo. Ante ellos había ahora un sinfín de frondosos árboles, por encima de los cuales sobresalía un remolino de luces girando sobre un gran faro e islas de aguas plateadas que llegaban en forma de brisa hasta donde se encontraban.

Con sigiloso paso, avanzaron por la arboleda buscando el lugar ideal para llevar a cabo su encomienda; el encapuchado lo encontró en una pequeña colina desde donde podía verse el camino principal hasta la alejada ciudad. Ahí, aguardó paciente por su presa, barajeando en su mano decenas de oscuras placas de tinieblas listas para ser utilizadas.

Ecos del pasado | El último deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora