Capítulo II

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El cochero no hizo preguntas y nos llevó hasta el hotel en el que había reservado un par de habitaciones, una para mí y otra para él. Como era obvio, el hombre no tenía ni idea de cuáles eran mis planes ni quién era ese chico que me acompañaba.

- Finge que no hablas nuestro idioma, será todo más sencillo – le había advertido a Lando, hablándole en su propio idioma. No lo hablaba a la perfección, pero me defendía.

El joven no hizo más que asentir. No había abierto la boca en ningún momento. Pero me divirtió su cara de asombro cuando fui a la recepción del hotel y pedí otra habitación, a ser posible la que había al lado de la mía.

Íbamos subiendo las escaleras cuando por fin habló.

- ¿No temes que escape? – Inquirió, cargando su escaso equipaje.

- ¿Y adónde irías, chico? – Lo miré y él apartó la mirada. – De todos modos, romper tu contrato de servidumbre podría costarte la vida. Así es la ley aquí, ¿no?

- Sí – asintió en voz baja.

Lo acompañé hasta su habitación y le indiqué los planes para el día siguiente. Madrugaríamos, desayunaríamos y emprenderíamos rumbo a mi hogar. No le di más detalles de los necesarios ni le dije a dónde íbamos exactamente, simplemente le di la información justa para que supiera qué hacer. No me dijo nada, se limitó a asentir y entró en la habitación que le había pagado. Cuando entré en la mía, me dejé caer pesadamente en la cama.

Me dolía la cabeza, y estaba cansado. Lory, mi cochero, había decidido que un hotel a las afueras de la ciudad, al lado sur de la misma, era la mejor opción. Así que habíamos perdido horas en recorrer Lonlot de punta a punta, sorteando el tráfico, el ajetreo de personas y las inspecciones de la guardia de la ciudad. A pesar de no ser la capital, Lonlot era un punto estratégico en el comercio del país, y aunque su reputación no fuese la mejor, su sistema de seguridad era excelente. Las patrullas se encargaban de que productos no autorizados no cruzaran las murallas, y hacían un trabajo impecable. Su único fallo era que no movían un músculo para evitar la trata de personas. Pero bueno, ¿quién era yo para juzgar? Acababa de comprar a un chico.

Cerré los ojos con fuerza. Tenía toda la historia preparada. Sólo Timo, mi mayordomo, y Felisa, mi ama de llaves, sabrían la verdad. Aunque claro, dependía del joven velés que todo saliera según lo planeado. Sabía que, según las leyes de esa monstruosa ciudad, al ser mi esclavo podía hacer con él lo que quisiera, incluso matarlo si me desobedecía. Pero yo no era así. Suficiente era que estuviera allí, haciendo aquello.

A pesar de que el sol aún no se había puesto, intenté dormir. No conseguí nada más que marearme por dar tantas vueltas en la cama. Aunque en la calle reinaba un siniestro silencio, no conseguía conciliar el sueño, pensando en todo lo que podía salir mal a partir de ese momento. Cuando saliera de Lonlot y volviera a Lerstat, a mi casa, nada podría hacerse. Las leyes donde se firmó el contrato mandarían sobre Lando, pero lo que yo hiciera con él sería bajo las consecuencias de mi ciudad natal.

Di vueltas y vueltas, sin poder dormir, intranquilo. Dependía del momento si me arrepentía o no. El coraje, intermitente, me hacía cambiar de opinión por momentos. Al final se hizo de día y yo seguía sin tener ni puñetera idea de si estaba cometiendo una locura o no.

Lo más probable era que sí.

Nada más levantarme, me cambié de ropa y recogí mis cosas. Mientras antes partiéramos, antes llegaríamos a casa. Salí de mi habitación y fui hacia la que estaba junto a la mía. Pegué en la puerta, y tuve que esperar unos largos segundos hasta que Lando me abrió. Tenía los rizos apelmazados por la humedad y los ojos hinchados por el sueño. ¿Cómo era posible que aun viéndolo así me pareciera atractivo?

Beligerante || CarlandoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora