Capítulo XI

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Subí al carro, dando la orden para ponernos en marcha, y cuando me senté, miré a Lando, que tenía la mirada perdida y el rostro contraído en una mueca de tristeza, como si hubiese algo más aparte de lo evidente.

- ¿Te encuentras bien? – Le pregunté con cautela.

- No – susurró encogiéndose en el asiento, doblando las rodillas y llevándolas hasta su pecho, abrazándose a sí mismo. No me miró, pero por su tono intuía que sus ojos se estaban llenando de lágrimas. – ¿No te doy asco? – Su voz se quebró, y mi corazón también lo hizo al escucharlo.

Estaba permitiéndome verlo vulnerable, y dentro de lo desagradable que era la situación y lo mucho que me dolía verlo así, era bueno. Confiaba en mí, y le preocupaba lo que yo pudiera sentir o pensar sobre él.

- ¿Por qué me darías asco? – Contesté frunciendo el ceño, y él alzó su mirada, chocándola con la mía. Sus ojos estaban vidriosos a aquellas alturas.

- Porque no soy más que una puta, Carlos. Todos los que han tenido monedas suficientes me han tocado y me han follado. Viejos y jóvenes, guapos y feos, altos y bajos... Cientos de hombres a los que he tenido que hacerles lo que me pidieran – las lágrimas rodaron por sus mejillas, y su cuerpo tembló por culpa de un escalofrío. – Y ahora... Ahora me lanzo a tus brazos como un desesperado. Haciendo lo que me han enseñado a hacer. Me siento sucio.

Lo miré con compasión y comprensión, sintiéndome mal por él. No quería ni saber qué más surcaba su mente y no se atrevía a confesar en voz alta. Suspiré y me levanté de mi asiento, sentándome a su lado y llevando mi mano a su mejilla, acariciándola y limpiando sus lágrimas.

- Tu pasado ya ha quedado atrás, Lando – le dije con suavidad, mirándolo a los ojos. – Tú no tienes culpa de lo que fuiste. Te obligaron a serlo.

Se quedó mirándome unos segundos, asimilando lo que le estaba diciendo. Asintió, como si lo hubiese comprendido, pero luego soltó un suspiro tembloroso y más lágrimas salieron de sus ojos verdes.

- Otros chicos terminan odiando que los toquen, fingen con los clientes y luego no toleran el contacto físico – me contó en un susurro. – A mí no me pasa eso, y a veces siento que simplemente he asumido que eso es lo que soy, y me odio por ello – confesó en apenas un hilo de voz.

- Cada uno lidia de forma distinta con el dolor, Lan. Cada persona aprende a sobrellevar las cosas de muchas maneras, y ninguna es mejor que otra – le expliqué con calma y con cariño, sin dejar de acariciar su mejilla, gesto que parecía reconfortarlo. – Eres fuerte, mi amor, más de lo que crees...

Sonrió un poco y soltó una risita.

- ¿Mi amor? – Dijo mordiéndose el labio con nerviosismo.

- Cállate – bufé sonrojándome, porque lo dije sin pensarlo y no estaba seguro de si había sido muy inteligente por mi parte.

- Me ha gustado – admitió sorbiendo los mocos y sentándose bien de nuevo. – ¿Puedo abrazarte?

Esa pregunta me derritió el corazón. El tono tierno y adorable en que lo dijo, el modo en que sus ojitos llorosos brillaron, la forma en que apretó los puños como si estuviera conteniendo las ganas de hacerlo. Sonreí y pasé uno de mis brazos por sus hombros, acercándolo a mi pecho.

- Claro que sí, mi amor – susurré mientras lo cubría con mis brazos.

No dudó al abrazarme con fuerza, escondiendo su rostro en el hueco de mi cuello, tratando de dejar de llorar, consiguiéndolo poco a poco. Dejé que se desahogara y se calmara, que sacara su dolor y su pena, y simplemente intenté reconfortarlo y hacerlo sentir seguro. Sobé su espalda afectuosamente, besando su cabeza de perfectos rizos.

Beligerante || CarlandoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora