Pasaron tres semanas desde que vi a Dorian en el invernadero.
No sabía cómo explicar la sensación de vacío en mi pecho. Lo extrañaba, y mucho.
Además, el relicario, aquel que me lo recordaba con su característico tic-tac, ya no funcionaba.
Resoplé y seguí con mi trabajo en el invernadero.
Los callos sobre mis manos se endurecían cada vez más, aprendí a atar mi cabello al levantarme y a tomar duchas antes de dormir y no antes de ir al trabajo.
Le pedí a London que me mostrara todo lo que supiera sobre peleas y entrenamientos. Me enteré que en la fortaleza, todos, absolutamente todos; incluso Mei. Sabían manejar un arma.
Claramente, las personas estaban en una gran ventaja sobre mí, que ni siquiera sabía defenderme sola.
Al principio, London no quería, pero con mi insistencia lo logré. Corríamos juntas todas las mañanas hasta la playa y de regreso a la habitación, donde nos preparábamos para desayunar y después cada quien iba a su trabajo.
Cuando ella no estaba con Derek o con una mujer extraña, llamada Valentina. Pasaba su tiempo ayudando en la cocina o en la biblioteca.
No me habían mostrado el santuario de los libros, pero las ganas me carcomían desde el interior.
Había gozado de tres días libres, uno por semana. Y esos tres días no quería hacer nada más que dormir, y dormir y seguir durmiendo.
Así que, por eso no conocía aun la biblioteca. El poco tiempo que no pasaba trabajando en el invernadero, lo utilizaba practicando con London. O dormida.
Las chicas en el invernadero se comportaban bien conmigo y todas me enseñaban de lo que sabían, al igual que Mei.
La puerta del invernadero rechinó. Levanté la vista para saber quién entraba.
Dorian estaba de pie en la entrada, llamando a Mei con un ademán de la mano.
Sentí una chispa de enfado cuando él terminó de hablar con la encargada y ni siquiera gastó una mirada en mí.
Me puse de pie rápidamente y salí del invernadero ignorando las quejas de dentro.
Él ya se alejaba.
— ¿Por qué me evitas? —reclamé en voz alta.
La única señal de que me escuchó fue su quietud. Dejó de caminar.
— ¿Hice algo que te molestara? —inquirí.
Dorian se giró.
—Un "hola" sonaría mucho mejor que un reproche— respondió.
En sus ojos azules había un brillo, una especie de reto.
— ¡No te atrevas a ser sarcástico! —lo amenacé con un dedo.
Una sonrisa que mostraba todos sus dientes se extendió por su rostro.
—Y si lo hago ¿Qué? ¿Romperás conmigo? —exclamó.
Parecía estar divertido. ¡Pedazo de asno!
Los cuchicheos a mi espalda me hicieron saber que teníamos audiencia de mis compañeras.
— ¡Tú fuiste quien rompió conmigo! —grité de vuelta.
Su rostro se llenó de sorpresa.
—Yo quería un poco de espacio... al darme cuenta de la magnitud de las cosas— seguí explicando—. Y tú.... tú has estado evitándome, además que... —estaba balbuceando. Esto pasaba cuando estaba muy enfadada.
Dorian se acercó hasta mí, sostuvo mi mano con la que lo amenazaba y me miró a los ojos. Los suyos tan azules como el océano me miraban con diversión.
—Vámonos de aquí— susurró.
Dirigió una mirada y una sonrisa hacia atrás. A mis compañeras. Se escucharon risitas bobas alejándose.
Instintivamente, apreté mi mano alrededor del relicario que ya no funcionaba.
Le di un asentimiento y nos alejamos del invernadero.
Probablemente tendría problemas con Mei por esto más tarde, pero no me importaba.
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Del otro lado del muro
PertualanganMi nombre es Dorian. Simplemente Dorian. Vivo en un internado de hombres. Del otro lado de la muralla hay mujeres. No tengo familia, tengo dos amigos, un cocinero y una... persona. Lo único que me hacía sentir vivo eran los libros. Hasta que ella ap...