4. Carta

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"Cómo te cuento mis miedos, por donde empiezo
Sí, estoy roto en pedacitos aunque tú me veas completo
Y sé que lo último que tengo que hacer es quedarme quieto
Pero por mucho que corro él sigue dentro, vive conmigo..."

canción "Miedo" de Ambkor y El Chojin



—Hola, mamá.

Cuando llego a casa, mi madre está haciendo la cena y mis hermanos están corriendo como locos por el salón. Huele a verduras. Registro que no hay carne, ni pescado, por supuesto, entre los olores que provienen de la cazuela. Llevamos semanas sin comer carne en casa. En el comedor, los tres tenemos beca, así que es el único lugar donde podemos saborear un plato con algo de proteínas. Mis hermanos, especialmente Miki, no saben que no es normal lo que está pasando en casa, aunque Pablo ya está empezando a darse cuenta, o eso creo. Pero yo sí sé muy bien que cada día, cada semana, cada mes, vivimos peor, con menos dinero y menos esperanza de mejorar el nivel de nuestra vida, con menos posibilidades de que mi madre salga de ese agujero negro de su depresión y pueda encontrar un trabajo decente.

—¿Dónde has estado? —en vez de un hola, murmura mi madre.

Noto que no está enfadada y pienso que, en realidad, lo preferiría, pues así sabría que está mejor. La depresión la volvió apática, indiferente, sin colores. Ya casi no la recuerdo de otra manera, aunque todavía, en alguna parte de mi memoria, tengo esa imagen de ella sonriendo, mirándome a los ojos, como alguien que quiere que le cuente cosas, que quiere escucharme...

—He estado con Laura, mamá. Teníamos que preparar un proyecto de lengua —digo algo confusa.

A veces miento, aunque no mucho. Mi vida no es lo suficientemente interesante como para tener algo sobre qué mentir. Pero hoy parece que la cosa ha cambiado; aunque solo será por hoy, tengo algo que esconder...

Mi madre continúa removiendo el contenido de la cazuela sin hacer demasiado caso a mi respuesta. Ni siquiera estoy segura de que me haya escuchado. Si le hubiera dicho la verdad, quizás tampoco me hubiera prestado atención.

Miki ya está abrazando mis piernas; siempre lo hace cuando me ve. Me agacho y lo abrazo también, dándole un beso en la coronilla.

—¿Qué pasa contigo, bichito? —le pregunto con una sonrisa, quizás algo triste.

—Blu bla me mu ka —me responde serio y convincente.

—Ah —digo—. ¡Ese es mi chico!

Atisbo de reojo que Pablo nos está mirando.

—¿Y tú qué? —saco, aunque me cuesta, una sonrisa para él también; le miro de frente—: Ven aquí, bicho grande.

Pablo hace que no me ve. Tiene una relación complicada conmigo.

—Bueno, ya vienes cuando te apetezca —anuncio y le separo a Miki de mis piernas.

Noto en la mesa unas cartas. Mi corazón se encoge. Están sin abrir. Mi madre nunca las abre, porque nunca son cartas buenas, nunca nos traen buenas noticias... Suelen ser preavisos de las compañías de suministros sobre el corte de servicio si no les pagamos toda la deuda, o los bancos que demandan su dinero de los créditos que pedimos y que no estamos devolviendo a tiempo, o... se me encoge el corazón al imaginar que en este caso podría ser una tercera opción...

Mi madre se pone de espaldas para lavar unos platos en el fregadero, y aprovecho para abrir rápidamente la carta.

«Estimada señora Martínez,

Le escribimos para transmitirle este último recordatorio sobre el pago pendiente de su alquiler. En el caso de que no efectúe dicho pago en un plazo de quince días, lamentablemente nos veremos en la obligación de tomar medidas legales y proceder con el desahucio de usted y su familia de la vivienda actual...»

Más abajo, atentamente, más abajo, el nombre que ya conozco demasiado bien... —el del abogado de los propietarios de nuestro piso—.

Quince días... Nos dan tan solo dos semanas y después, nos echarán a la calle. Siento escalofríos y ganas de vomitar. Necesitamos ese dinero, el dinero que me han ofrecido hoy... y el que rechacé en el acto al escuchar la última condición. Tendría que acostarme con él. Tendría que hacer lo que él quisiera, satisfacer sus necesidades sexuales no satisfechas, tal como su padre lo dijo... No puedo hacerlo... ¡No soy la que tiene que solucionar el problema que tenemos! No soy adulta. La adulta en esta casa es mi madre y es ella quien tiene que buscar soluciones a la situación en la que vivimos...

Alzo la vista de la carta que sostengo en mis manos, mi madre me está mirando, pálida, como siempre, triste, como siempre, perdida... como siempre... Me niego sentirme compasiva. Le miro a los ojos y articulo con dificultad:

—Tenemos que hablar, mamá.





Si me vieras... ( libro #1 )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora