17. Sobre - parte 3

60 6 0
                                    

Irrumpo en mi casa como si alguien hubiera estado corriendo detrás de mí todo el camino. Hago todo lo posible por ocultar una sonrisa que me hace cosquillas en los labios: quiero que la sorpresa sea de verdad, de esas que retrasas para que luego explote con más fuerza.

Al principio, mi madre, al verme en casa tan pronto, se muestra preocupada. Creo que cada día que pasa teme más de que yo podría perder este trabajo, que se desmoronarían sus esperanzas, que nos encontraríamos de nuevo donde estábamos antes. Pero se tranquiliza enseguida al verme sonreír. Miki está mordiendo la pata de la mesa como si fuera un cachorro, mientras Pablo está leyendo un libro; mi hermano, tan inquieto y bruto, de repente muestra interés por la lectura. ¿Sería ese el resultado del buen trabajo de su nueva profesora, de la que últimamente no para de hablar?

—¡Salimos de paseo, familia! —anuncio exaltada, y tanto Miki como Pablo dejan de hacer lo que han estado haciendo. Mi madre, pálida como siempre, parece deslumbrar en este instante; quizás son sus ojos, normalmente apagados, que de pronto se han llenado de luz y ahora iluminan su ser entero.

Mientras los niños se ajetrean por el salón —Pablo, buscando alguna ropa limpia porque quiere salir a la calle guapo y Miki, siguiendo a todas partes a su hermano y de paso tirando al suelo cualquier objeto que se le encuentra por el camino—, sonrío pensando en lo fácil que es hacerles felices; tan solo tenemos que estar juntos, tenemos que sonreír.

Sin dudarlo saco el sobre de mi mochila y, alzando la mano al aire, se lo enseño en un silencio exaltado a mi madre. No hay vuelta atrás, he decidido quedarme el dinero. Será lo que sea después, pero ahora lo necesitamos.

—Mi primer sueldo de verdad —lo articulo solo con los labios —no quiero que se entere Pablo, pero al mismo tiempo necesito pronunciar estas palabras para que no se estallen dentro de mí.

Veo los ojos de mi madre humedecerse y siento lo importante que es para ella; de pronto, pienso en Joel, solitario y sombrío en su habitación, y noto un nudo en el estómago. Mi madre no se atreve a preguntar cuánto dinero hay en este sobre y yo no me atrevo a decírselo. Así que lo dejo encima de una estantería del salón, entre dos libros románticos comprados por ella hace años, aunque nunca leídos, como si fueran esos tachados sueños que te prohíbes  volver a sentir de nuevo. Mi madre me sigue con la mirada aprobando mi elección para guardar el nuevo tesoro.

Mis hermanos están concentrados en la ropa que ha elegido Pablo: Miki está intentando ponerse el pantalón de su hermano por la cabeza, mientras Pablo no lo puede ver, sumergido dentro del jersey que escogió en su desordenado armario.

Hemos salido y estamos en una heladería del barrio. Me hubiera gustado llevarlos a un sitio más bonito, fuera de aquí, pero con los niños todo es más complicado y se nos haría tarde. De todas formas, a mis hermanos se les ha debido de contagiar la alegría que llevo dentro sin enterarse bien de qué exactamente se trata; no paran de dar saltos y reír mientras mi madre y yo, sentadas en una mesa del barato plástico blanco, estamos tomando nuestros helados observándolos, ella, con una sonrisa cansada. Pablo se engulló su helado de chocolate en dos segundos y Miki todavía no ha probado dulces, así que se ha quedado satisfecho con un trozo de pan, su debilidad, ignorando el placer que todavía le queda por conocer.

—Llegaste pronto hoy —afirma mi madre y oigo tensión en su voz. No es una pregunta ni una duda, es un pensamiento entrometido que no parece dejarla tranquila, a pesar de la aparente alegría que transmito.

—Sí —digo lamiendo con placer mi helado de tarta de queso, mi favorito—. Me han dicho que hoy no hacía falta quedarme más tiempo. Tenían cosas que hacer y no me necesitaban más.

Mi madre, sin quitarme la mirada, algo tensa, también lame su helado; no tiene uno favorito, siempre prueba alguno nuevo, lo ha hecho desde que yo he tenido cordura. Noto que no le basta con mi respuesta; no se queda tranquila todavía, necesita más.

—¿Y es normal? —pregunta entonces mientras me echa una ojeada rápida, como si no atreviera a mirarme de frente envuelta en la duda de que si todo se estaba yendo bien—. ¿Tú crees? —añade en bajito.

Y en este momento, de pronto, su preocupación también se me pega a mí. Es cierto, no ha estado bien. No puedo irme así, sin más, solo porque Joel me lo dice. Él necesita ayuda y yo tengo que cuidarle y procurar que nada le pase dentro de su propia casa. Y lo primero que hago es marcharme nada más me dice que lo haga. Empiezo a entrar en pánico. Mi madre, como si consiguiera lo que quería, traslada su atención a sus otros dos hijos; se han alejado demasiado de la terraza y ahora están en una placita haciendo tropezar a algunos peatones, no acostumbrados a mirar bajo sus pies por falta de hijos pequeños o mascotas en su vida.

Antes de que me dé cuenta, mi madre ya está corriendo allí para traer a mis hermanos de vuelta, algo torpe por el sobrepeso que ha ido acumulando a lo largo de los últimos meses. La estoy observando sin poder evitar el insistente pensamiento: hace tanto que no actúa de este modo, correr detrás de mis hermanos desde siempre ha sido trabajo mío. Dentro de mí crece la esperanza de que mi madre está cambiando, de que vuelve a ser la de antes, y a la vez, va creciendo incesante presión sobre mí misma: no puedo permitirme defraudarla.

Volviendo a casa no decimos nada durante un tiempo. La tarde es agradable. Una brisa está jugando con el pelo de mamá. Todavía es joven, pero algunos cabellos canosos se adivinan entre otros, de su color castaño. Le llega por debajo del cuello recordando sobre los últimos meses en los que no ha podido ir a la peluquería por falta del dinero.

Mis hermanos están corriendo delante de nosotras, empujándose y cayéndose al suelo sin quejarse, como si fuera blando.

—¿Cuánto te pagaron? —me pregunta de pronto, aclarándose a la vez la garganta.

La miro, pero ella no me mira a mí.

—Dos mil. Me han pagado dos mil euros, mamá.

La veo inhalar bruscamente, como si acabara de emerger del agua, donde todo este tiempo ha estado contendiendo la respiración. Sigue su paso mirando hacia delante, ausente.

—¿Mamá, estás bien? —la pregunto preocupada.

—Sí que lo estoy —responde posando su mirada, cálida y humedecida, sobre mi cara—. Gracias.

Siento que su gracias no se refiere a mi pregunta sino al dinero que he traído a casa. Le sonrío yo también.

—Entonces podremos pagar... —empieza y la interrumpo:

—Ahora no, mamá, estamos demasiado cansadas. Hablemos del tema mejor mañana, ¿vale?

Asiente con la cabeza y vuelve a observar a mis hermanos, que no paran de dar brincos. Yo, mientras tanto, vuelvo a mis pensamientos sobre Joel. Mi madre ya no ha vuelto a decir nada sobre el tema, pero la semilla de preocupación ya ha sido plantada en mi mente, así que no dejo de pensar en mis actos, dándole vueltas una y otra vez a lo que debería haber hecho en lugar de lo que hice.

Si me vieras... ( libro #1 )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora