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Desde que me quedé solo, el acantilado se había convertido en mi particular afición. Solía sentarme en el borde mientras observaba la puesta de sol, maravillosa desde mi posición de privilegio.

Mientras el sol se ponía, refulgente, mi mente viajaba hacia el pasado y visitaba con nostalgia recuerdos de una época feliz. Más tarde, ya a oscuras, me ponía de pie vacilante y volvía a casa ensimismado.

En cierta ocasión, una mujer se acercó al borde del acantilado. Tan concentrada estaba en su objetivo que ni siquiera me vio. No la saludé ni pregunté nada, tan firme me había parecido su decisión. Saltó y apenas di un respingo. Tampoco hice ademán de detenerla. ¿Para qué? Sabía que tarde o temprano la emularía. 

Microcuentos de terror (volumen II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora