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Solo cuando he llegado a casa de Yoongi me he dado cuenta de lo cansado que estoy.

Me ha acompañado al baño y me ha dejado unas toallas sobre el lavabo. Yo he empezado a desvestirme y, en calzoncillos, cuando me he girado, lo he encontrado mirándome, recorriendo mi cuerpo con los ojos brillantes, mientras sus mejillas se sonrojan. Se ha excusado y me ha dejado solo.

La ducha, fría y tan potente que parece que clava alfileres sobre mi piel, me sienta de maravilla, tanto que cuando vuelvo al salón me siento fresco y despejado una vez que la droga que me he metido esta noche se ha ido por el desagüe.

Junto a la toalla había un pantalón de pijama que me queda grande y he supuesto que es de él, y una camiseta de tirantes que también parece pertenecerle. Reconozco que las he olido, que me las he llevado a la boca antes de ponérmelas, lo que una vez más me confunde.

Encuentro a Yoongi sentado en el suelo, sobre la alfombra, delante de la chimenea, que desprende un calor delicioso. Está tomando una cerveza que me tiende y yo rechazo. No quiero ninguna sustancia más por hoy que me impida ser yo mismo, ni siquiera alcohol. Hay una caja de cartón abierta, y varias cartas que ha estado leyendo. No tiene que decirme nada. Me siento a su lado y tomo una de ellas.

Se me saltan las lágrimas cuando reconozco la letra de mi hermana, aquellas volutas apretadas y circulares, como las de alguien que está aprendiendo a escribir. Las devoro una tras otra, volviendo a aquella época.

En una habla de mí. Dice que me ha convencido para que estudie medicina, que soy el más listo de la familia y que ella velará porque lo logre.

Es entonces cuando empiezo a llorar. No recuerdo desde cuando no lo hago, llorar, creo que desde el día en que mi madre decidió que nadie volvería a entrar en su habitación y los sueños de ser cualquier cosa, como médico, desaparecieron.

Cuando siento los brazos de Yoongi alrededor de mi cuerpo, me derrumbo sobre el hueco de su garganta, tan necesitado de que me reconforte que incluso siento que no soy yo mismo el que se deshace en lágrimas.

—Tenías razón —logro articular.

Él no dice nada, aunque me abraza más fuerte.

—Llevo siete años odiándote y no tuviste nada que ver.

Me besa el cabello, lo que me encanta.

—Tampoco ese tipo, el de la moto. —Vuelve a besarme—. Rose no estaba bien. Antes o después habría dado ese paso.

Tiene razón. Nunca lo hemos hablado en casa, ni siquiera con mis amigos, cuyo tema preferido son las eliminaciones de RuPaul. En mi familia siempre ha ido algo mal, como una mancha oscura que aparece cada generación: una hermana de mi abuela, que se arrojó a la vía del tren; el hermano de mi padre, que se adentró en el mar y nunca más se supo; y mi

hermana...

Me pregunto si yo también lo tendré, eso, lo que sea que hace a los demás tan desgraciados.

Aparto todas aquellas ideas de mi cabeza y lo miro a los ojos.

—Siento lo que he hecho. —¿Desde cuándo no soy así de sincero?

—¿Qué has hecho? —me sonríe.

Yo también lo hago, sonreír, debajo de un mar de lágrimas y mocos.

Debo estar espantoso, debo de parecerle a Yoongi un auténtico horror.

—Provocarte —atino a decir—, acosarte, perseguirte para que te acostaras conmigo.

Él me acaricia el cabello y, con aquel divino dedo índice, largo y grueso como su delicioso nabo, aparta las lágrimas de mi mejilla.

—Porque has notado una gran resistencia en mí, supongo.

Capitán (YOONSEOK)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora