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Un nuevo sentimiento: La vergüenza.

Ignoro por qué, pues aparte de una constatación evidente de mi estado, Yoongi no me ha juzgado, ni ha inquirido sobre el lamentable aspecto que presento. Ni siquiera por qué estoy fuera de la base a estas horas de la madrugada.

Tiramos millas sin hablar. Me pasa por la cabeza la imposibilidad que hubiera sido recorrerlas caminando, con este frío, con la oscuridad como única compañía.

—¿Llevas un pitillo?

Lo miro, porque nada en el impecable aspecto de mi oficial me indica que le guste la maría. Él aparta un instante la vista de la carretera para sonreírme, lo que me da ánimo de buscarme en el anorak por si se me hubiera olvidado... lo encuentro en el forro interior. Un porro liado de hace tiempo, que voy escondiendo donde sé que no rebuscarán.

Tras darle un par de caladas se lo paso.

—No tienes pinta de ser de esos.

—¿De quiénes? —me pregunta.

—Los chicos malos que fuman porros.

No me contesta de inmediato. El humo perfumado revolotea a nuestro alrededor y los focos del coche solo alumbran un espacio idéntico milla a milla, un rectángulo negro de bordes difusamente blanquecinos por la nieve.

—No tuve más remedio.

Sé que habla de mi castigo.

—No es la primera vez.

—Para mí sí.

—Conmigo está siendo la primera vez de muchas cosas.

Me sonríe.

—Es curioso cuando alguien que ves por primera vez te pone el mundo del revés —me dice—. Antes de ti mi vida era apaciblemente plana, sin sobresaltos, quizá feliz. Ahora está llena de peligros, de un deseo que se me ha alojado entre las costillas y me impide dejar de pensar en ti, de un futuro que es tan brumoso como ese bosque que nos rodea.

Me gusta cómo lo ha expresado. Su voz no tiene un tono amargo ni desdichado. Es como si simplemente lo aceptara. Me siento en la obligación de aclararle los matices.

—Te equivocas en algo.

—¿En qué?

—No es la primera vez. Nos conocimos hace tiempo.

Me mira con las cejas fruncidas, intentando descubrir si es cierto, y por qué no se acuerda, de decir yo la verdad. El calor del interior y el efecto de la marihuana me provocan un delicioso sopor. Quizá también la seguridad de tenerlo al lado, a mi lado, y de que no haya tensión entre nosotros.

—Soy el hermano de Rose —le digo sin apartar la mirada de la carretera—. El chaval delgaducho que quería acompañaros al cine.

Pasan los segundos y no contesta. Eso me hace volverme hacia él para encontrarlo muy serio, quizá demudado, como si intentara rememorar lo que pasó. Me deja perplejo. Esperaba una explicación, que me pidiera perdón, que dijera que jamás lo habría hecho si hubiera llegado a saber...

—Se arrojó desde el puente cuando la dejaste —le digo, con toda la ponzoña de que soy capaz—, pero supongo que llegaste a enterarte, aunque entonces ya vivías en Boston.

—¿Cuándo la dejé? —me mira extrañado.

Creo que maduré de golpe. Mamá no volvió a ser la misma. No la vi sonreír nunca más, y se llevó a la tumba su alegría. Me dejó con mi padre, con quien nunca me he llevado bien, y, por si no te has dado cuenta, acabo de esbozar un eufemismo donde estaba la palabra palizas. Y el telón de todo aquello era el dolor de echarla de menos, a pesar de que no nos

llevábamos demasiado bien a causa de la diferencia de edad, de que Rose podía ser demasiado intensa, o demasiado cruel. Pero era mi hermana y la quería.

—Mi madre no volvió a entrar en su dormitorio —le explico para que le arañe cada uno de los detalles—. Supongo que aún seguirá igual, con aquel póster de Massive Attack clavado con chinchetas y el maletín de maquillaje que le regaló mi tía.

—¿Cómo que cuando la dejé?

Le doy otra calada al porro y se lo paso, pero él está extrañamente con la mirada clavada en la vacía carretera, una línea recta monótona e increíblemente larga que me recuerda la polla de nuestro cabo.

—Por eso me acerqué a ti —le digo, buscando un tono que le provoque un daño irreparable—. Para seducirte, para que folláramos como conejos y tu mujer nos cogiera en cualquier esquina, o en tu cama, y tu vida se volviera tan puta como ha sido la mía desde lo de Rose.

—Una venganza.

—Tarde, pero justa. ¿No te parece?

Detiene el coche en medio de la nada. Un frenazo seco que me precipita contra la guantera y que solo el cinturón de seguridad impide que me la coma. Cuando lo miro, enfadado y furioso, para gritarle las veinte cosas que llevo guardadas desde entonces, lo veo con los ojos clavados en mí, pálido como la nieve y con ojos brillantes.

—Me fui a Boston porque Rose me dejó por ese amigo suyo, el de la moto.

—Y una mierda.

Me sale sin pesarlo. No puede ser verdad.

—Me hizo prometer que no se lo diría a tus padres. —Ojos transparentes, claros, sinceros—. Supongo que recordarás que no les gustaba. Era arrogante, pendenciero y mala persona. Yo quería a tu hermana, de verdad, por eso, cuando salió la beca, la misma que iba a rechazar para alargar mis estudios allí, decidí tomarla, para poner tierra de por medio y poder olvidarla.

—Eso es mentira —muerdo como un perro.

Intenta hacérmelo comprender.

—Sé que Brian la dejó. Por... ¿Karen se llamaba su mejor amiga? Me lo dijo por carta. Aún deben estar en el desván porque nunca dejamos de escribirnos. No he tirado nada de ella. Me enteré de su muerte un año después, por casualidad. Y no tuve nada que ver con aquello.

—No te creo.

Pero mi voz suena dubitativa. ¿Será verdad lo que está diciendo?

—Ven a casa. Te las enseñaré. Reconocerás su letra. En todas habla de él.

—¿Y tu mujer? ¿Y tu hija?

Suspira.

—Las acabo de dejar en el aeropuerto. Pasarán la semana en el sur. Y tú... —me mira de arriba abajo—, necesitas asearte.

Capitán (YOONSEOK)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora