“Pienso en ti, una y otra vez, mi mente ha dejado de pertenecerme. Tu nombre está por todas partes”.
[...]
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
[...]
Los pocos guardias dispersos que custodiaban aquel paso remoto se estremecían ante el viento del noroeste, que soplaba con fuerza y traía consigo fragmentos de hielo. Aquel rincón del distrito de placer no solía ser visitado por las damas más refinadas, pero esa noche era distinta.
Utahime sintió el frío calar hasta sus huesos, pero no permitió que eso afectara su postura. Su kimono de seda roja, bordado con delicadas flores de ciruelo, dejaba al descubierto sus hombros y ombligo. No era la primera vez que se encontraba bajo la brisa helada con tan poca protección; su entrenamiento desde niña la había acostumbrado a soportar el rigor del clima. Sin embargo, aquella vestimenta no era su elección, sino parte de su destino.
Los susurros no tardaron en llegar. La flor de peonía de coral pintada entre sus cejas resaltaba sus finos rasgos bajo la luz de los faroles de papel, y su largo cabello negro, suelto y decorado con finas horquillas de jade, se balanceaba con elegancia al ritmo de su andar. La mayoría de los presentes no necesitaban verla por completo para saber quién era: la cortesana de hielo, Utahime. Incluso con el velo cubriendo la parte inferior de su rostro y la cicatriz que marcaba su mejilla, seguía atrayendo todas las miradas.
La vestimenta de Utahime irradiaba una seducción refinada, un equilibrio entre la elegancia y el deseo que envolvía a cualquier cortesana de alto rango. Su atuendo consistía en un kimono modificado, hecho de seda escarlata con delicados bordados dorados que representaban crisantemos y peonías, flores asociadas con la belleza y la feminidad.
La parte superior del kimono había sido adaptada para exhibir con sutileza la suavidad de sus hombros, dejando su piel expuesta bajo el resplandor de la luz de las lámparas de papel. La seda, ligera y translúcida en algunas zonas, dejaba entrever la silueta de su cuerpo con cada movimiento, haciendo que pareciera etérea y provocadora a la vez.
Un obi ancho de un negro profundo con toques carmesí ceñía su cintura, resaltando sus curvas. Sin embargo, a diferencia del obi convencional, este estaba atado en un lazo suelto en la parte delantera, dejando una caída de tela que le confería un aire sensual y misterioso.
Las mangas del kimono eran largas y amplias, diseñadas para moverse con gracia con cada giro y ondulación de su danza, revelando ocasionalmente la tersura de sus brazos. La falda, hecha de varias capas de seda superpuestas, tenía cortes estratégicos a los costados que, con el más mínimo giro de cadera, dejaban entrever la piel de sus muslos.