“Cada pájaro, cada árbol, cada flor me recuerda la bendición y el privilegio que es estar vivo.” Marty Rubin
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Bajo el atardecer, las calles se volvieron oscuras y vacías. La mayoría de los habitantes cerraban sus negocios, mientras otros buscaban la seguridad de sus hogares para descansar. Sin embargo, en el barrio rojo, la actividad apenas comenzaba.
Desde el balcón donde ella observaba, todo estaba iluminado. Hombres y mujeres colgaban linternas de papel, su suave resplandor teñía las calles de un tono cálido, contrastando con la penumbra del resto de la ciudad. Un aroma embriagador de incienso se mezclaba con el fuerte y penetrante olor del sake derramado sobre las mesas de madera lacada. El aire estaba cargado con perfume de flores y especias, una fragancia dulzona que ocultaba el hedor del sudor y el tabaco.
Las risas e invitaciones de las mujeres comenzaban a llenar el ambiente, sus voces melosas llamaban a los hombres que pasaban por allí, coqueteando con descaro mientras dejaban entrever sus kimonos ligeramente desajustados. Pero estos sonidos no eran nada comparados con los que vendrían más tarde: gemidos, jadeos y gritos ahogados se mezclarían con la música del shamisen y el repiqueteo de las copas de sake.
Sus ojos vagaron por la calle hasta detenerse en aquellos menos afortunados. No quedaban personas comunes que se dirigieran al campo a trabajar o a sus negocios a vender mercancías. En su lugar, estaban los considerados "escoria", "vagabundos" y "parásitos" de la sociedad. Algunos mendigos acurrucados contra las paredes intentaban encontrar algo de calor en la fría noche. Más allá, un hombre delgado y desaliñado forcejeaba con un perro callejero por un panecillo relleno de carne.
—¡Eh, miren a este mendigo! ¡Tiene agallas! ¡Agarra la garganta del bruto! ¡Eso es! ¡Lucha por ello! —se reían algunos espectadores, divirtiéndose con la escena.
El hombre, con una desesperación casi animal, logró arrebatar el panecillo de la boca del perro y lo devoró sin importarle que estuviera sucio o mohoso. Lo que para otros sería basura, para él era su única comida en días.
Ella desvió la mirada. ¿Quién en este barrio no era lamentable o tenía un pasado trágico?
Dentro de la lujosa Okiya donde se adornaban los salones con sedas, flores y espejos pulidos, también existía una jaula. Una dorada, perfumada y embellecida, pero jaula al fin y al cabo.
—Hermana mayor Utahime—
Una joven doncella entró a la habitación con paso cuidadoso. Su nombre era Yuko Ozawa, una de las sirvientas encargadas de la limpieza y de realizar recados. Esa noche, la cortesana principal, Mei Mei, había enviado por Utahime. Yuko tragó saliva con nerviosismo. Había escuchado muchos rumores sobre la mujer que se recostaba con pereza sobre los cojines de seda.