Kasa

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Link se da cuenta de que tiene que mejorar los postigos que puso en el tejado. Poner ventanas en el techo de la nueva casa fue una idea que se le ocurrió pensando en ella, en su Dragón Blanco. Así, los días de cansancio en los que no pudiera aguantar más cabalgando con ella, ni dormir atado y acurrucado en su frente, podría verla a través del techo. Viviría a la intemperie o en un lugar lleno de ventanas para no dejar nunca de poder verla.

Los postigos necesitaban ajustarse mejor, para evitar frío, lluvia y nieve. Pero no se arrepentía de haberlos instalado. A pesar de haber pasado tres días febril y con mal cuerpo, él ha podido ver cómo Zelda se dormía cada noche acurrucada a su lado y con los ojos en las estrellas que se ven desde la nueva cama.

Ese día, se siente mucho mejor. No se siente pesado, ni entumecido. El aire vuelve a pasar sin obstáculos por su nariz y garganta. Se estira un poco y se pone en pie. Ella se ha ido de la cama hace horas, el hueco que ha dejado a su lado está frío. Sabe que le gusta ver el amanecer sobre el mar desde la terraza, pero no puede evitar preocuparse un poco. Aún la siente dispersa y melancólica, no sabe si está bien del todo a pesar de que ella insiste que sí, de un modo terco y cabezota.

Aún hace frío, el aire de esa madrugada le pone la piel de gallina, pero ha pasado tanto tiempo en cama que no recuerda dónde ha dejado su túnica ni sus cosas, porque ella se ha hecho cargo de todo. Básicamente ha sido un muñeco en manos de Zelda, y se ha dejado mimar por ella tanto como le ha sido posible, aunque eso le haga sentir un poco culpable, pues no debería aprovecharse tanto de la situación. Pero es que la necesita, la necesita hasta un extremo enfermizo y no está seguro de si es culpa de todo lo que ha vivido o algo así. Ambos llevan sobre los hombros demasiadas malas experiencias.

Baja a la cocina y hierve agua para hacer té. Después se envuelve en una manta y sube para buscar a Zelda, que está en la misma posición de otros días, sentada y absorta en el horizonte, viendo cómo el naranja de un amanecer rompe sobre el azul oscuro del mar y el púrpura del cielo.

—¿Té?

—¡Link, me has asustado! —ella se sobresalta un poco. Él no tarda en darse cuenta de que está encogida de frío, así que se sienta a su lado y se envuelve junto a ella con la manta. Deja uno de los tés en sus manos y ella se las calienta rodeando la taza de cerámica.

—¿Cuántas horas has dormido?

—He dormido bien —gruñe ella.

—Duermes mucho menos que antes.

—Ni siquiera sabes cuánto duermo, deja de decir bobadas —bromea ella, dando pequeños sorbos a su taza. —Me gusta venir aquí, me da paz, es todo —justifica ella, sin que él llegue a preguntarle nada —han pasado demasiadas cosas. Siento que es como si de repente todas se me vinieran encima.

Él asiente. A veces pasa eso. La otra vez también pasó, al menos a él. Recordar poco a poco que ya no tienes a tus padres, ni a muchos de tus amigos, ni a personas que han sido muy importantes... era como si tras un día soleado de repente hubiera diez de tormenta. Por suerte, Zelda siempre había estado ahí, a su lado. Ella podía entenderlo todo.

Zelda sigue en calma, mirando el horizonte, pero él no puede dejar de mirarla a ella. Siente su piel suave bajo la manta, en contacto con la suya, como una caricia inintencionada. Su pelo se mece un poco con el viento y le hace cosquillas a él, que ha dejado caer la cabeza sobre su hombro. Siente que le gustaría besarla, que cuando empiece a hacerlo necesitará llenarse más y más, y sentirla, tocarla y acariciarla para hacer que vuelva del todo. Quiere darle placer y borrar cualquier dolor o preocupación, quiere conseguir nublar su mente tanto como ella consigue nublar la suya.

Misión SecundariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora