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Hacía mucho calor y San se estaba asando con el uniforme de trabajo así que, desoyendo las órdenes de su jefe, se bajó la parte de arriba del mono hasta las caderas.

Tenía bastante claro que lo que realmente molestaba al viejo era que su empleado estuviera de mejor ver que él. Por no mencionar que tanto la mujer, como la hija de Vega, Vanessa, le hacían ojitos y eso tenía que carcomer por dentro a su jefe. Si no le echaba era porque no iba a encontrar a nadie dispuesto a trabajar por la miseria que ofrecía y que, además, aceptara vivir en el viejo motel junto a la gasolinera.

San entró en la tienda con una caja de cervezas y ahí estaba Vega: sentado tras el mostrador, sudando y viendo algo en la televisión mientras se abanicaba con un periódico.

Sin dirigirle la palabra, San se encaminó al frigorífico para rellenarlo. Cuando se fue de casa hacía tres años, no esperaba acabar trabajando en una gasolinera destartalada en medio del desierto, en un puesto sin ningún futuro y sin nadie a quién follar. Para nada. Cuando salió del armario y su familia le echó de casa, estaba seguro de que el paraíso gay le estaba esperando. Un continuo desfile de ardientes culos y gargantas hambrientas. Y, en lugar de eso, estaba en este agujero de mala muerte, sacando lo justo para sobrevivir y sin posibilidad real de ahorro. No podía ni comprarse un coche, a pesar de dedicarse a reparar los de los demás.

La vida no estaba siendo justa con Choi San. Tan simple como eso.

¿No se suponía que un mecánico buenorro era el sueño de cualquier tío gay?

Gracias al gimnasio del motel, que Vanessa le dejaba utilizar gratis, seguía estando tan en forma como en el instituto -a diferencia de algunos de sus compañeros de equipo-, pero eso no le ayudaba si siempre estaba sin blanca y nunca veía a nadie.

Tenía veinticuatro años y si las cosas iban a seguir como hasta ahora, quizá debería plantearse dejar embarazada a Vanessa y convertirse en el orgulloso heredero de Vega Gas & Motel.

Era una hora tranquila, sin mucho tráfico, pero como sabía que Vega no le dejaría tranquilo ni un segundo, sacó un trapo y fingió limpiar la puerta de la nevera de la permanente capa de polvo que siempre tenía encima. Mataría por una cerveza fría. Su garganta era como papel de lija, al contrario que su piel que estaba tan húmeda que casi parecía recién salido de la ducha.

Desde fuera le llegó el suave ronroneo de un motor y cuando este paró de forma abrupta supo que tenían un cliente. San gimoteó y siguió metiendo cervezas en la nevera, disfrutando del frío que emanaba de su interior: era como estar ante las puertas de Narnia.

Cruzó los dedos para que el cliente se echara gasolina él mismo, pagara a su jefe en caja y desapareciera, pero la voz ronca de fumador de Vega le obligó a ponerse en marcha, reprendiéndole como si se tratara de un cachorrito desobediente.

-¡Eh, tú! Mueve el culo y vete a ver qué quiere el Sr. Jaguar.

San puso cara de paciencia y, antes de cerrar el frigorífico, se pasó una lata de cerveza por la frente.

-Ya voy, ya voy. ¿No se puede servir la gasolina él? Putos ricos.

Empezó a andar hacia la puerta y, justo cuando iba a ponerse las gafas de sol, fue cuando vio el Jaguar en toda su gloria: elegante y diseñado para correr como el animal que le daba nombre. El reflejo de los rayos de sol sobre el cuerpo del descapotable plateado era casi cegador, tanto, que San tuvo que desviar la mirada; y fue ahí cuando se percató de la esbelta figura apoyada en uno de los laterales del coche.

El Sr. Jaguar estaba totalmente fuera de lugar en esta mierda de gasolinera. Llevaba unos pantalones color crema que le quedaban perfectos y una camisa blanca. Era la versión masculina de la típica rubia maciza que hasta Vega se desviviría por atender. Que una mujer así apareciera por aquí era tan probable como que un meteorito se estrellara contra la tienda y se cargara a Vega.

Perfect Man |Woosan|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora