VII. Nightmare.

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- Pesadilla -

Enero, 2007.
Aiden.

Caos.

Gritos.

Oscuridad.

Nuevamente me desperté sudando frío, me llevé las manos al cuello intentando controlar mi respiración de la forma más sigilosa posible, mi prioridad era clara, ser silencioso.

Recordé el sueño, no había sido agradable, nunca era agradable para mí recordar el pasado, siempre eran hechos oscuros, anormales, tristes, aún en situaciones dulces y felices que recuerde siempre hubo una gota que contaminó el resto del agua. Me gusta dormir, pero odio soñar. Al igual me gusta comer, y odio vomitar lo que como.

Me gusta vivir.

Y odio no sentir que no lo estoy haciendo.

Aveces me despierto y me pregunto si debería levantarme, si debería seguir la monotonía, o si debería romper las reglas y escapar de algún modo de este lugar.

¿Pero a donde iría? ¿Hay acaso algún lugar a donde ir?

Lo hay.

Pero ese lugar está muerto para mi.

Sentí un golpe debajo de la litera, maldije haber despertado a Eleanor.

Duérmete ya, no molestes.— Eleanor habló entre dormido y despierto.

Cuidadosamente me acosté nuevamente en la cama, el colchón talló en mi espalda en sensación de tensión e incomodidad. La luz de la luna y el azulado de la noche se colaba por la ventana reflejándose en las sábanas de mis piernas. Debían de ser cerca de la 1 de la mañana.

El sueño se volvió a reproducir lentamente en mi cabeza, era martirizante, nunca sería agradable soñar para mi, no tenía nada bueno que soñar.

Y el silencio implicaba muchas cosas para mi, una de ellas era mi mayor temor. Pensar.

>> ¡Corre Aiden! ¡Corre que te alcanzo!

Su voz eran inyecciones de adrenalina para seguir corriendo, no sentía ningún deseo por detenerme, sentía que cada vez corría más rápido, pero estaba quedándome sin terreno para correr, en frente solo había un camino que seguir; El bosque.

Mamá siempre mencionaba que nunca fuera al bosque solo, porque era peligroso. Nunca me explicó el por qué, y siempre lo tomé como una advertencia para no perderme allí.

Ahora que ya no estaba lo entendía, ahora entendía por qué nunca debía de ir al bosque solo.

Pero no podía parar, por mucho que quisiera no podía hacerlo. Dana, mi amiga del orfanato donde habíamos terminado no parecía tener intenciones de detenerse tampoco. El bosque a mi parecer guardaba inocencia, en mis 11 años de vida aun seguía guardando infantilismo y curiosidad. Dana parecía correr más rápido, y yo también hice lo mismo, cuando menos lo pensé sentí el aire zumbar en mis oídos y perdí la noción del tiempo que llevaba corriendo.

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