Capítulo 3. Mensajes

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El Bentley volaba entre las desoladas calles de Londres. Esta vez no había música saliendo de sus altavoces, ninguna canción de Queen podría expresar lo que sentía Crowley en ese momento. Golpeó el volante una y otra vez, intentando sacar su frustración.

—No, no, no. ¡Maldita sea! No es posible que haya dormido doscientos años.

Puede que en el pasado hubiera dormido alguna que otra vez, pero no más de cien años y solo para evitar el odioso siglo XIX pero lo de ahora no tenía ningún sentido. Algo o alguien lo había querido fuera de juego y, aunque tenía una ligera sospecha, debía averiguar quién y por qué. Y luego estaba el extraño mensaje de Azirafel. ¿Cómo que esperaba que siguiera hablando con las plantas? Menuda birria de mensaje era ese. Habría podido esforzarse un poquito más y darle un mensaje con más sentido. Tenía demasiadas incógnitas en la cabeza y aún no se había repuesto del shock de descubrir que su ángel había desaparecido hacía cien años y que la librería se parecía ahora más a un jardín que a cualquier otra cosa. Sentía sus ojos de serpiente agrandarse por momentos y, por segunda vez en el mismo día, su cuerpo empezó a humear.

—¡Aaaaahhhh! Voy a necesitar una ducha helada para pensar o acabaré estallando en llamas.

No estaba lejos de Myfair, el barrio donde estaba su piso, por lo que apuró aún más la velocidad y, como milagrosamente todos los semáforos se le pusieron en verde cuando iba a pasar, llegó en seguida. Aparcó el coche frente a su edificio y subió.

Esa mañana había salido a toda prisa hacia la librería nada más levantarse y no se había dado cuenta de que su contestador parpadeaba con el número tres en rojo. Solo un ser en todo el universo le dejaría un mensaje. O tres. Pulsó el botón y empezaron a reproducirse en orden cronológico.

—Crowley, soy yo. —La voz de Azirafel hizo que se estremeciera—. Por favor, contesta. Sé que hace mucho que no hablamos, casi un siglo, pero quiero que sepas que tenías razón, tenías toda la razón del mundo. Espero que puedas perdonarme. Sé que hará falta que te monte todo un espectáculo en el West End para disculparme, pero por favor, reúnete conmigo en la glorieta en cuanto oigas el mensaje. Es de vital importancia que hablemos.

Un pitido dio paso al siguiente mensaje.

—¡Crowley, por favor, despierta! —Esta vez, la voz de Azirafel tenía ese tono de que algo iba realmente mal—. Sé que no acudiste a nuestra cita porque estabas durmiendo y temo que sigas igual. No he conseguido averiguar quién te lo ha hecho, pero debes despertar ya. Estoy atrincherado en la librería con un pequeño grupo de ángeles, pero temo que no seremos suficientes para lo que viene. De verdad te necesito. ¡Despierta!

El corazón del demonio se volvió a romper en mil pedazos tras escuchar el mensaje de Azirafel. Pero antes de que pudiera ser consciente de ello, otro pitido anunció el último mensaje.

—Crowley, lo he averiguado todo. Si mis cálculos son correctos despertarás justo dentro de cien años a partir de hoy—. Esta vez el tono de Azirafel era de calma y resignación. —La batalla está a punto de comenzar y, si las cosas van tan mal como espero, me veré obligado a tomar medidas extremas. La librería quedará destrozada, seguro. Solo puedo confiar en ti para que la cuides. Yo... me hubiera gustado decirte tantas cosas en persona. Espero que algún día tengamos la oportunidad de volver a vernos. Te he echado tanto de menos—. La voz de Azirafel se quebró. —Hasta siempre.

El demonio se dejó caer en su trono con la cara entre las manos y maldijo en todos los idiomas que se le ocurrió. La rabia iba dejando paso, poco a poco, al dolor. Un dolor que comenzaba en su pecho y se extendía hasta la punta de sus dedos; cada célula de su cuerpo y de su alma amenazaba con romperse en pedazos.

Un grito muy poco humano y desgarrador salió de su garganta haciendo estallar los cristales de todo el barrio.

Tardó un rato en calmarse y recuperar el dominio de sí mismo. Aún temblaba cuando se levantó y subió al Bentley. Quería ir directo a la librería, pero en el último momento se lo pensó mejor y decidió hacer una parada en la glorieta; al fin y al cabo, Azirafel le había dicho que acudiera allí en cuanto oyera el mensaje y por Satán que iba a cumplir hasta con el más pequeño sus deseos.

Mientras conducía, seguía pensando en los mensajes que le había dejado en el contestador. Estaba claro que algo muy gordo le había pasado a su ángel en el cielo; también estaba claro que había descubierto quién había hecho que se tirara durmiendo dos siglos sin poder despertarse ni con el sonido del teléfono ni con la voz de Azirafel.

La glorieta estaba, como era habitual, desierta a esas horas. Deambuló un poco bajo el techado, intentando, en vano, sentir la presencia del ángel en aquel lugar. Trató imaginarse cómo habría sido ese encuentro si se hubiera producido: seguramente Azirafel estaría angustiado por lo que habría averiguado, o quizá emocionado por alguna pista que seguir; él lo escucharía, soltando, quizá alguna perlita de las suyas, quitándole hierro al asunto. No, pensó el demonio, no era probable que soslayaran el tema de conversación que tenían pendiente, no después de su último encuentro en la librería. Una vez más, deseó no haberse perdido todos esos momentos por culpa de estar dormido. Le costó ver el pequeño dibujo grabado a fuego en una de las barandillas: dos ángeles protegiéndose el uno al otro, con sus alas, de la lluvia, con la inscripción «Nuestro bando. Siempre» debajo.  Crowley acarició con delicadeza el dibujo con sus dedos. Aquel pequeño acto de vandalismo de Azirafel le había conmovido más de lo que admitiría jamás.

—¡Maldita sea, angelito! ¿Qué pasó cuando subiste al cielo?

Crowley condujo hasta la librería más calmado. Ahora sabía que Azirafel nunca le había abandonado, no al menos en el sentido literal de la palabra. Se había ido con el cabronazo de Metatrón por alguna razón que desconocía, pero su lealtad nunca había cambiado de bando.

Soy un demonio. Mentí.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora