Capítulo 7. Planos de realidad

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—No le hagas ni caso —le dijo Muriel a Crowley mientras entraba en la librería—. Desde la última batalla se pasea por aquí de vez en cuando para recordarla.

El demonio levantó una ceja sorprendido tanto por la actitud de Muriel, tan diferente a cómo la recordaba, como por la afición de Shax de pasarse por la librería.

—Bueno, parece que la batalla fue de aúpa. ¿Qué pasó exactamente? ¿Y por qué no se pueden hacer milagros aquí?

Muriel se acercó al demonio y se quedó mirando los libros desparramados por el suelo. Luego se sentó en uno de los butacones que Crowley había colocado momentos antes de que llegara Shax.

—Será mejor que te sientes. Aunque no sé muchos de los detalles, sí te puedo contar lo que le pasó a Azirafel la última vez que le vi.

Crowley se sentó frente a ella, intentando controlar los nervios que sentía. Muriel comenzó a hablar.

—No se pueden hacer milagros desde la explosión en la que desapareció. Pero antes de eso tuvimos años de guerra con el Infierno. Yo estaba en una misión en Escocia cuando nos convocaron de forma urgente en el Cielo a todos. Allí estaba el Metatrón muy alterado y el señor Azirafel muy pálido detrás de él; apenas le dejaron hablar a pesar de que se suponía que era el Comandante Supremo, pero el Metatrón fue el que dio el discurso. Por lo visto, los demonios habían secuestrado a Miguel cuando estaba en una misión en la Tierra y debíamos ir a rescatarlo.

—¿A Miguel? ¿Y qué hacía Miguel en la Tierra? Si solo bajaba para molestar a Azirafel.

—No lo sé, nunca nos lo explicaron —dijo Muriel pidiendo disculpas con la mirada—. El caso es que se lo habían llevado. Todos pensábamos que debíamos bajar al Infierno a buscarlo, pero nos dijeron que debíamos luchar en la Tierra, que los demonios campaban a sus anchas aquí. Estuvimos años luchando. La última batalla fue la más extraña de todas; nos atrincheramos aquí con el señor Azirafel esperando a que vinieran los demonios. Nos habían estado ganando batalla tras batalla los días anteriores y quedábamos apenas un puñado de nosotros en pie. Esperamos durante días a que llegaran y en ese tiempo él me hablaba a veces de ti, que vendrías en cualquier momento. —Crowley comenzó a contener el aliento—. El Comandante no se separó de nosotros salvo cuando subió a reunirse con el Metatrón para planificar la estrategia, pero cuando bajó de nuevo nos informó de que ya no debíamos llamarle Comandante, que ese ya no era su cargo, pero nos dijo que a pesar de eso lucharía a nuestro lado, que no nos dejaría solos. La batalla fue dura, durísima. Si no hubiera sido por la explosión, habrían acabado con los pocos que quedábamos.

El silencio anidó en la librería. Crowley se dejó caer en el sillón y se frotó la cara con las manos. Por un momento tuvo el recuerdo de algo que no había vivido, pero sí que le habían contado: Azirafel haciendo lo del halo cuando Shax invadió la librería para capturar a Gabriel. ¿Y si esto era parecido? ¿Y si aquella explosión fue cosa de Azirafel? Pero, entonces, ¿por qué había desaparecido después? Algo se le escapaba y lo odiaba.

Se levantó como si un hilo invisible tirara de sus caderas y caminó serpenteando por la librería. Repasó la información que tenía hasta ahora: alguien le había hecho dormir durante doscientos años, Azirafel había averiguado quién y por qué; Azirafel fue nombrado Arcángel Supremo y luego lo destituyeron en plena guerra; Miguel había sido capturado por los demonios, pero la batalla por recuperarlo se libró en la Tierra, no en el Infierno; en la batalla final, el Cielo iba perdiendo, hubo una explosión que acabó con los demonios, pero hizo que Azirafel desapareciera. Estaba casi seguro de que esa explosión era la medida desesperada de la que hablaba Azirafel en su último mensaje. ¿Y si...? No, no era posible que su ángel fuera tan drástico, un sacrificio de un ser celestial realmente podría causar una gran explosión y acabar con los demonios, y seguro que haría desaparecer al mártir, pero habría dejado una huella en el resto de seres celestiales, una especie de marca que recordara el sacrificio.

—¡Extiende tus alas!

—¿Qué?

—Vamos, extiende tus alas. Sabes cómo hacerlo, ¿no?

—Pero... pero estamos en el plano terrenal. No puedo extender mis alas aquí.

—Bueno, pues cambiemos de plano —dijo Crowley resolutivo mientras salían de la librería.

Con un esfuerzo enorme, levantó sus dos manos hacia el cielo y aparecieron en otro plano de la realidad donde el tiempo no avanzaba. No estaban ni en el plano celestial ni en el demoníaco sino en uno intermedio. Era un terreno despejado bajo un cielo de nubes esponjosas.

—¡Venga! Estira esas alas —dijo Crowley en tono jovial.

Muriel extendió sus alas blancas con un gesto de alivio, como quien estira un músculo que había estado en la misma postura por demasiado tiempo. Crowley caminó a su alrededor despacio, observando cada una de sus plumas en busca de alguna señal. Su corazón se encogió cuando la vio: una pluma grande y blanca, con el dibujo de un libro con un halo encima en un suave gris: la marca que había estado buscando con la esperanza de no encontrarla estaba ante sus ojos.

Cayó de rodillas al suelo y aparecieron de nuevo frente a la librería. El demonio se puso sus gafas antes de levantarse.

—Será mejor que te traiga una taza de chocolate caliente —ofreció Muriel con amabilidad.

—No. Nada de chocolate.

—Pero hará que te sientas mejor.

—No. Nada podrá hacer que me sienta mejor. Jamás. Mi único amigo ya no está y no lo voy a recuperar jamás.

Muriel hizo el amago de intentar acercarse para consolarlo, pero Crowley se alejó de ella.

—Si de verdad quieres hacer algo por mí, vete. Esta es ahora mi librería.

—Pero el Metatrón me la encargó a mí —dijo Muriel confundida.

—¡Que te vayas! Él no tenía ningún derecho de disponer nada sobre este lugar. Gracias por cuidarlo, pero largo.

Muriel no volvió a protestar y se alejó calle abajo. Antes de doblar la esquina, se giró a tiempo de ver cómo Crowley entraba por la puerta y ponía el cartel de cerrado.

Soy un demonio. Mentí.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora