Crowley le había besado. No había sido un beso dulce ni tampoco apasionado. No había amor en ese beso, solo la necesidad rabiosa de alejar el sentimiento de soledad que se había instalado en sus corazones. Eso le había dolido. No quería que Crowley se sintiera abandonado, él no quería abandonarlo, quería que se fueran juntos como ángeles; juntos podían cambiar las cosas, hacer del cielo un lugar mejor. Y Crowley volvería a poder ver sus amadas estrellas, y ya no estaría mal visto que tuvieran una relación, pero el demonio no había querido unirse de nuevo a las filas del cielo y, ahora que tenía la oportunidad, él debía asumir la responsabilidad de cambiar todo aquello que funcionaba mal allí arriba.Le había dicho "te perdono" tras ese beso porque realmente lo perdonaba. Lo perdonaba por no seguirle. Lo perdonaba por pensar que estaba eligiendo al cielo por encima de él. Lo perdonaba por pensar que no le amaba lo suficiente. Lo perdonaba porque su "juntos" y el de él no significaban lo mismo. Lo perdonaba, a fin de cuentas, porque sabía que aquello era una despedida y no quería que pensara que estaba enfadado. Pero Crowley se había ido dando un portazo.
Verlo esperando junto al Bentley lo había destrozado. Quería ir junto a él, pero no podía, no con el Metatrón esperando en la calle. Intentó comunicarse con el Bentley para que hiciera sonar su canción cuando arrancara, quería que Crowley supiera que, aún estando separados, seguían estando juntos, en un mismo bando. Solo podía esperar a que él captara el mensaje.
Oír al Metatrón hablar del Segundo Advenimiento había hecho que se reafirmara en su decisión de volver arriba. No podía creer que, de nuevo, el cielo estuviera planeando la destrucción de la humanidad, pero estaba seguro de que, si los acontecimientos se habían desarrollado así, si a él lo habían puesto en esa situación, de alguna manera, todo debía formar parte del plan inefable de Dios.
Aún así, tenía un mal presentimiento. Algo en la actitud del Metatrón le daba mala espina. Por supuesto, no se había creído ni por un momento que él fuera el mejor candidato para ser Arcángel Supremo, no teniendo a los otros Arcángeles disponibles. Sabía de sobra que los altos cargos celestiales nunca perdonaban, podían promover esa virtud entre los ángeles menores, pero ellos se regían por otros valores morales más dicotómicos: o estabas con ellos o estabas contra ellos. No había más. Y Azirafel, a pesar de toda su bondad, había demostrado con sus actos, a ojos de los de arriba, que estaba contra ellos y de sus planes para acabar con la humanidad.
A medida que el ascensor subía, un plan empezó a tomar forma en su cabeza. Sabía que ahora estaba solo, al menos de momento, y eso le asustaba sobremanera, pero, a la vez, le daba fuerzas para llevar a cabo lo que estaba pensando. Al fin y al cabo, tal y como le había dicho Crowley aquella noche en el Ritz, en el fondo era un cabronazo.
Una sonrisa se dibujó en su cara. No era una sonrisa de alegría o felicidad, era la sonrisa de quien se sabe subestimado.
Un ding anunció la inmediata apertura de las puertas del cielo.
—Después de ti —le dijo con una sonrisa cordial al Metatrón mientras extendía la mano izquierda.
El Metatrón lo precedió por la amplia, iluminada y vacía estancia hasta llegar a una puerta acristalada que se abrió de forma milagrosa ante el anciano. Una sencilla mesa sin nada encima junto a un gran ventanal era todo el mobiliario de lo que, supuso Azirafel, era el despacho del Metatrón.
—¡Vaya! Bonito despacho —dijo el ángel sonriendo nervioso por su pequeña mentira—. Es muy...limpio. Sí, eso, limpio y reluciente. Está como nuevo, eh.
—Sí, bueno, aquí valoramos la sobriedad, Azirafel. La acumulación de objetos superfluos solo fomenta la avaricia y eso, como pecado capital que es, debemos evitarlo a toda costa. Sobre todo tú, que pronto te convertirás en Arcángel Supremo.
—Por supuesto, por supuesto. Claro, nada de objetos innecesarios.
El Metatrón lo miró evaluando cuánto le costaría a aquel maldito ángel romper con las costumbres humanas. Odiaba su forma de gesticular con las manos cada vez que hablaba y ese absurdo balanceo que hacía con el cuerpo al final de cada frase. Sin duda iba a necesitar varias semanas de mano dura celestial para ponerlo al sitio y que no hiciera el ridículo como Arcángel Supremo.
—Bien. Dejaré que te instales en tu despacho. —El ángel lo miró desconcertado—. Este es tu despacho. Aquí trabajarás para garantizar que el Segundo Advenimiento sea un éxito.
—¡Ah! Así que este es mi despacho. ¡Fantástico! —intentó fingir algo de emoción ante la perspectiva de que ese fuera su lugar de trabajo.
—Ah, antes de irme. Se te va a restituir tu estatus de ángel, así como el título de Principado y Guardián de la Puerta del Este. Dentro de un rato será tu nombramiento oficial como Arcángel Supremo, alguien vendrá a buscarte llegado el momento. Hasta entonces, te aconsejo que no salgas de este... despacho, pues aún no tienes permiso para moverte por el cielo libremente. Tranquilo, solo es una cuestión de burocracia, ya todos saben tu situación.
—Vale, sí, de acuerdo. No hay problema.
—Bien, perfecto. Nos vemos, pues, en la ceremonia.
En cuanto Azirafel se quedó solo, miró a su alrededor sin poder evitar que los recuerdos de un calabozo francés vinieran a su mente.
—Allí al menos tenía donde sentarme. —dijo con un ligero tono de amargura.
Chasqueó los dedos mientras hacía un movimiento descendente para hacer aparecer una silla de forma milagrosa pero nada sucedió. En el cielo no funcionaban sus milagros.
Inmediatamente apareció el arcángel Uriel en la puerta.
—¿Has intentado hacer un milagro? —su tono era el de una maestra regañando al niño más travieso de la clase.
—Eh, sí. Intentaba, bueno, conseguir una silla, ya sabes, para sentarme. —Azirafel esbozó su sonrisa más inocente.
—No puedes hacerlo. Ahora mismo no tienes autorización ni poder para hacer ningún milagro. Si quieres sentarte, hazlo en suelo.
—Pero es temporal, ¿no? Lo de no poder hacer milagros, digo. Me ha dicho el Metatron que todo el mundo ya sabe que seré el próximo Arcángel Supremo. Quizá podrías hacerme el favorcillo de invocarme una silla.
—No. Puede que pronto seas el Arcángel Supremo, pero de momento no eres nadie. —Y, diciendo esto, se fue dando un portazo.
Fastidiado, Azirafel se sentó en el suelo.
—¡Mierda! Esto va a ser más difícil de lo que pensaba.
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Soy un demonio. Mentí.
FanfictionTras la marcha de Azirafel, Crowley vuelve a la librería para cuidar de ella cuando se encuentra una desagradable sorpresa. Los maridos inefables tendrán que enfrentarse a toda la cúpula celestial y demoníaca para salvaguardar a la humanidad, pero...