Una Ventana Abierta al Sol Parte 8

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Mientras los demás salían, noté que Candy no lo hacía. Pensé inmediatamente que querría hablar conmigo, aunque esperaba que no fuera de lo que Patty había notado en mí, si se lo había comentado. Me senté frente a ella, mientras Dorothy le acomodada los cojines. En su estado, la comodidad era sólo una idea a veces lejana, que no vería realidad hasta que naciera la niña. Cuando estuvimos solos, ella, para variar, tomó la batuta de la conversación. Lo que me dijo, me sorprendió, pero fue el comienzo de que se revelaran todas las verdades que me habían ocultado hasta el momento.

"Stear, sé que te has sentido raro con los asuntos familiares, pero entiende que lo hemos hecho porque la verdad más grande te la tiene que revelar el tío William. Nosotros no podemos hacerlo por él, y por eso te hemos esquivado seguido el tema".

"Eso lo entiendo, Candy, pero no dejo de sentirme como excluido de un club al que no pertenezco cada vez que pregunto o que me cierran la puerta en la cara. A los demás como que no les parece normal que yo pregunte y quiera averiguar, pero colóquense en mi lugar un momento, con tanto secreto y en mi propia cara. A veces siento que no soy bienvenido, y que mejor hubiera sido quedarme en esa isla".

"Qué dices, Stear, si ahora que estás aquí nuestra felicidad es completa. No sabes cuánto lloramos tu partida, y saber que estás vivo, eso ha sido lo más hermoso que nos ha regalado la vida. Nadie te cierra la puerta como piensas".

"Sí, pero hoy, por ejemplo, todos me dejaron solo, y no me quisieron decir nada de lo que estaban haciendo. La verdad, me sentí como un invasor en mi propia casa".

"Ese no era el propósito, Stear. La verdad, todos tenemos algo que hacer que sí tiene que ver contigo, no te lo niego, pero son sorpresas que te harán muy feliz. Lamento que te sientas así, pero la verdad te sorprenderá y te alegrará".

"Gracias, Candy. Necesitaba eso, pero no dejo de sentirme excluido, si te digo la verdad. Tus palabras, tus palabras corroboran lo que siento. Eso no se puede evitar por más que lo intenten. No me siento, la verdad, en casa cuando toman esa actitud conmigo. Es como si no tuviera memoria, como lo le pasó a Albert hace unos años, que no conozco a nadie realmente, ni siquiera a mi propio hermano".

Candy de pronto vio que yo salía de la biblioteca, derrotado ante un silencio momentáneo, y se levantó de pronto.

"No te vayas aún, Stear".

Yo me giré momentáneamente y la miré con un poco de tristeza, a lo que ella se dio cuenta, y me mostró su mejor sonrisa.

"Ven, que quiero revelarte un secreto, esta vez mío".

¿Un secreto? ¿Qué sería? Volví y me senté a su lado. De pronto, ella sacó de debajo de su ropa una cadenita con una cruz y un broche que yo bien conocía, pues era la insignia de los Ardlay. Lo miré bien. Era un águila que sostenía una campanita y la A de los Ardlay de forma prominente en el broche.

"¿De quién es esa insignia de los Ardlay?"

"Es de Albert".

"¿Él te la dio?"

"Sí y no".

"¿Sí y no? Cómo puede ser".

Candy a eso sonrió y me contó parte de la historia, sobre como un chico vestido con el atuendo escocés llegó un día a la colina, y la vio llorar, de niña, de 6 años, y cómo él entonces calmó su corazón con una melodía de su gaita, y que, al partir, antes de que ella se diera cuenta, había dejado caer accidentalmente ese broche. La parte que dejó fuera la averiguaría dos días después, pero, de todos modos, el asunto fue de lo más interesante. No sé cómo no até cabos en ese momento, pero es de las cosas que pasan cuando llevas tanto tiempo lejos de los protocolos y costumbres familiares.

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