Amor más allá de la muerte [Gerard Way]

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Sinopsis: Gerard se siente atraído por un fantasma.








Todos decían que aquella vieja casa estaba embrujada, pero Gerard había insistido en pasar la noche allí. No creía en leyendas urbanas. Tampoco les temería si fuesen ciertas. En esa época, él le temía más a la vida que a la muerte.

Recordaba perfectamente cómo había llegado hasta allí. Su auto se descompuso frente a la mansión abandonada con las últimas cálidas luces del atardecer. Un vecino de los alrededores le ofreció pasar la noche en su casa; pero, conociendo las leyendas locales, creyó más interesante desafiar todos los temores de los oriundos y quedarse a dormir en la casa encantada.

Nada más entrar, la estancia le había fascinado a Gerard. La madera era vieja, y algunas tablas se veían corroídas por la humedad y las termitas; pero en general, el sitio se encontraba en un óptimo estado de conservación. Era una casa con mucho colorido, pese al toque siniestro que le proporcionaban las nubes de telarañas en el techo y las generaciones de polvo acumuladas sobre sus muebles artísticamente tallados a mano. Las lujosas arañas de luces permanecían en sus lugares, al igual que las enormes alfombras de carísimas telas. Unos hermosos y bien conservados frescos adornaban las paredes, a juego con los numerosos cuadros que las cubrían. Gerard se preguntó cuál era la verdadera razón que llevaba a la gente a rehuir de un lugar lleno de riquezas en todos los sentidos.

Dado que no había electricidad, Gerard se ayudó con la luz de una vela a medio consumir que encontró sobre una mesa, para poder apreciar la belleza de las pinturas enmarcadas en las paredes. Todas parecían hermosas, si bien el moho y el paso del tiempo habían hecho estragos en ellas; pero una en particular se robó toda su atención, por lo que posó sus ojos verde olivo en esa pintura. Se trataba del retrato a medio cuerpo de una joven que aparentaba unos veinte años de edad, con un marco de madera preciosa incrustado en oro. El lienzo estaba inusualmente bien conservado. Parecía tan fresco como si hubiera sido pintado el día anterior, a pesar de que la fecha de 1888 se leía en una de sus esquinas. El retrato era tan realista, que Gerard creyó que, si extendía su mano, lograría sentir el tacto de la piel de la joven. Ella era muy bella, con unos sorprendentes ojos verdes como los de él, rodeados por largas pestañas; cabellos negros como una noche sin luna, con el leve brillo de las estrellas; manos refinadas y muy delgadas, sobresaliendo bajo las mangas de terciopelo de su amplio vestido negro. Sin embargo, su rostro apenas tenía color y presentaba unas profundas ojeras, como si la chica estuviera enferma o no perteneciera ya a este mundo.

Cuando Gerard estaba sumergido en un mar de especulaciones, creyó escuchar una voz que lo arrancó de sus pensamientos. Esa voz, apenas un melodioso murmullo, provenía de la segunda planta de la mansión. Sin pensarlo demasiado, el joven comenzó a subir las escaleras. Pero los escalones estaban podridos y uno de ellos cedió bajo el peso de su cuerpo, causando que se hundiera hasta el subsuelo, donde se golpeó la cabeza contra la tierra y perdió la consciencia.


Gerard despertó en una cama incómoda, en la que todo se sentía húmedo. Antes de que pudiera abrir los ojos, notó el roce de unas manos sobre su frente. Eran unas manos muy frías, congeladas; pero su toque quemaba como el fuego. Cuando el joven logró levantar sus párpados, divisó frente a él a la joven del retrato. Era aún más hermosa que en la pintura. Con los ojos abiertos como platos, trató de levantarse para constatar que no era víctima de un sueño o una alucinación; pero una punzada de dolor en sus costillas le conminó a quedarse quieto.

—Aún no es conveniente que te muevas —aclaró ella con voz realmente preciosa, extendiendo una mano hacia él.

—Eres la chica del retrato —murmuró Gerard, sin reponerse de su asombro—. Entonces, ¿es cierto que hay fantasmas en esta mansión? ¿O acaso estoy muerto?

—No, tú estás vivo —rebatió la muchacha, dándole la espalda—. Pero no debiste venir aquí. ¿No escuchaste las leyendas sobre este lugar?

—Creí que solo eran leyendas —se justificó Gerard, frotándose la cabeza.

—Las leyendas nunca son concebidas en vano —sentenció la joven con expresión seria, volteando a verlo.

—¿Cuál es tu nombre? —cuestionó Gerard, presa de la curiosidad.

—Harley —respondió brevemente ella.

—¿De veras eres un fantasma? —indagó el joven de ojos verdes, hipnotizado por la misteriosa y fascinante presencia de la muchacha.

—Mi familia solía decir que hay cierta belleza en la muerte —expresó Harley, evadiendo deliberadamente la pregunta mientras tomaba asiento al lado del joven—. Pero yo estoy atada a este lugar.

—¿Por qué? —preguntó Gerard, siguiendo con atención cada una de sus palabras.

—Porque morí virgen —respondió Harley en un susurro acariciador, y hubo un leve toque de color en sus pálidas mejillas.

—Yo... puedo ayudarte con eso —insinuó Gerard, superando su habitual timidez para su propia sorpresa, por la fuerte atracción que le generaba esa muchacha.

—Las relaciones entre vivos y muertos nunca funcionan —expuso Harley, negando con la cabeza sin abandonar su neutral expresión.

No obstante, permitió que sus labios fríos y pálidos quemaran los de Gerard con furiosos besos llenos de pasión. Una pasión recién nacida, descubierta en ese instante.

Era un error que ambos estaban dispuestos a cometer.

A partir de ese momento, Gerard visitó la antigua mansión día tras día, sin revelarle a nadie los motivos de sus visitas. Esperaba al ocaso para entregarse a los brazos de su fría belleza, su Harley.

La muerte misma.

—Gerard, mi Gerard —susurraba ella tras cada gemido—. Te he esperado más allá de la vida. Te he esperado tanto que he muerto. Gerard, mi dulce Gerard. Mi prometido en la otra vida, y en la que le seguirá.

Una noche, Harley simplemente desapareció. Y no volvió más.

Había trascendido hacia el más allá.

Lágrimas brillando en los ojos de Gerard reflejaban el dolor de su pérdida, mientras recorría por última vez el gran patio que rodeaba la mansión luego de buscarla en vano durante mucho tiempo. Allí, encontró un panteón familiar; en él, una tumba con una lápida de mármol reluciente en la que se leía el siguiente epitafio:

“Todos perderemos a las personas que amamos, de una u otra manera.
          Harley Helena Wells
           1868-1888
Murió de amor”.

—Siempre tuviste razón —habló Gerard tan solo para el viento—. Pero prometo que algún día nos volveremos a encontrar. Hasta entonces, espérame, mi amor...

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