1. Asfil, ¿ficción o realidad?

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«¿Qué Asfil existe? ¿Qué nos mudamos allí?», ese pensamiento ronda por mi cabeza desde que un 28 de octubre mis padres me dieron la noticia. ¡No me lo podía creer! Y sigo sin poder hacerlo después de dos años tras aquella terminal noticia.

Se supone que los pueblos ficticios no existen, ¿no?

Entonces, ¿a dónde demonios me dirijo? Y, lo más importante, ¿qué tengo que ver con ese pueblo enigmático de película de terror? Mi cumpleaños es el 11 de noviembre y se supone, por lo que mi familia me ha comentado muy por encima, que nací en Europa, en concreto por alguna parte de Ucrania. Por tanto, no tengo la mínima idea de qué está pasando.

Conozco la historia de Padme y Damián al dedillo. Jamás hubiese imaginado pisar este lugar...

—Cielo mío, estamos llegando a nuestro nuevo hogar —. Habla por primera vez mi madre, en todo el viaje, provocando que salga de mis pensamientos y deje de mirar por la ventana trasera del BMW familiar—. Ya verás, ¡te encantará!

Ruedo los ojos y miro a mi padre con atención, como si le pudiera sonsacar con la mirada que unos extraterrestres lo han cambiado para obedecer ciegamente a mi madre en esta locura.

Papá leyó el libro de Alex Mírez y, sin embargo, parece estar enganchado a este lugar desde entonces. Es cierto. Su trabajo de ingeniero lo mantenía constantemente ocupado pero que decidiese, después de diez años y dos hijos, dejarlo todo y montar una tienda en el único pueblo de novela fantasmal es un hecho que no me termina de cuadrar en mi cerebro de hormiga para las matemáticas. Por suerte, mi hermano, Paolo, no está aquí para verme perder la cabeza. ¡Suerte la mía! O, eso espero.

—¡Ya hemos llegado, familia! —Anuncia mi padre haciendo la última maniobra, para poder aparcar el coche con seguridad en la puerta de una casa de aspecto gótico.

Más que una casa, tenía toda la pinta de una mansión antigua y tenebrosa: numerosas ventanas con numerosas habitaciones, una puerta principal grande y de roble oscuro con un pequeño detalle de vidrio tintado de color rojo y negro, un telefonillo negro y una verja de entrada pequeña como las de los cementerios antiguos. ¿Quién pintaría de negro la fachada de su propia casa?

Aún dentro del coche, y con la puerta abierta del mismo, observo como mis progenitores se adentran hacia la entrada principal. Por suerte, no hay setos del tamaño de árboles densos antes de llegar hasta ella. ¡Ya sería el colmo!

La puerta se abre y una mujer delgada con el pelo negro y ropa de criada se asoma y les pregunta algo, los cuales me terminan señalando. Después, mi padre se acerca a mí y se apoya sobre la puerta del coche.

—Pequeña, ayúdame a descargar las maletas.

No rechisto, ¿para qué iba a hacerlo si nos vamos a mudar igual? El vello de los brazos y la nuca se asusta formando pequeños remolinos rubios de tan solo pensarlo. Todo el equipaje lo vamos dejando amontonado en el salón debido a que Carla, la asistenta, nos informa de que alguien lo acomodaría más tarde en nuestras habitaciones correspondientes de la casa, también nos advierte sobre la falta de permiso para husmear en la habitación del anfitrión o el sótano —cómo si fuera a bajar ahí abajo, mejor acurrucarme en la cama y no salir—, y nos entrega una copia de la llave del portón principal a cada uno y un calendario de comidas semanales —como si estuviéramos en el colegio—.

Paso el resto de la mañana con mis progenitores y por la tarde decido corretear como me sale de la almeja por Asfil. Sí, sigo sin creer que estemos aquí, y no en el buen sentido que le podría dar un fan emocionado o extasiado, como payaso de circo que no para de sonreír con una curvatura de vértigo o que no termina de hacer figuritas de globitos.

Al final de la tarde cuando el sol prefería irse a descansar del fatídico día y bajo la sospecha de que alguien, o algo, me estaba observando a conciencia volví a aquel caserón del color de las rayas de un mapache: grisáceas oscuras, tirando a negro.
¿Qué tocará mañana? No lo sé, pero ya quiero irme. Los pinos parecen cuchillos preparados para asesinar a su víctima perfecta, las casas son bajas y de color pálido, o excesivamente chillonas para que la luz solar las rocen sin que lleves gafas de sol, y sus habitantes dan repelús en el sentido de que se asemejaban, en comportamiento, o a buitres merodeando la comida. Es decir, parecían conocer tus movimientos con sólo observarte unos pocos minutos y a una distancia considerada de al menos cinco coma cinco metros. Sí, los he calculado, a ojo pero con precisión de águila rapaz.

Padme tenía razón en su historia: todo el mundo aquí parece esconder un secreto.
La diferencia es que sé que ese enigma se encuentra en el bosque y tiene nombre propio: Novenos.

Conclusión del primer día: Alfil existe y ahora vivo en él.











¿Opiniones? ¿Qué esperas que ocurra en el siguiente capítulo 👀?

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