Libro Abierto

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Los gritos de alguien me sacaron de la oscuridad, sumergiéndome en el pánico y la confusión.

Estaba de pie en la sala de una pequeña casa antigua, iluminada por candelabros en el techo.

Los gritos volvieron junto a un sonido de látigo que se pausaba un volvía a comenzar cada diez segundos.

Observé a todas partes, intentando hallar a la persona que sufría.

Atraiga por esa voz rota, empecé a caminar por un oscuro pasillo de la casa y seguí los sonidos de suplicaba.

Me hallé con un umbral que llevaba a unas escaleras al final del pasillo. Crucé lentamente, sin poder detener mis pasos, bajé las escaleras de piedra, hasta que llegué a un sótano.

Los gritos provenían de aquel lugar húmedo que despedía un olor nauseabundo a pescado podrido y a cloaca.

El suelo estaba lleno de charcos y suciedad, las ratas se alimentaban de los retos de huesos podridos en una bandeja que parecía un recipiente con el se que alimentan los perros.

Del lado izquierdo del sótano, se oyó una risa femenina entre los gritos.

Giré mis ojos hacia allí.

Había una mujer agitando su abanico, observando con deleite como un hombre azotaba con un látigo la espalda de un chico delgado que estaba atado de pies y manos.

Cada poro de mi piel se erizó cuando me percaté de que estaba desnudo y que la sangre se deslizaba por su piel brillante, que su delgado cuerpo temblaba con fuerza y se estremecía ante el impacto del látigo en la piel de su espalda.

— Dale cien más, aún no aprende la lección — Ordenó la mujer con tono mortífero, recogiendo su abanico, a juzgar por su vestido de época ostentoso, cualquiera diría que era una dama con dignidad, pero allí estaba, ordenando a ese hombre continuar la tortura, llenándose de satisfacción con el sufrimiento de aquel chico.

Me llené de ira cuando el hombre de mostacho aumentó la fuerza de látigo.

El chico ya no tuvo fuerzas para gritar, sus lamentos disminuyeron a quejidos y respiraciones entrecortadas.

— Eso te ganas por delatarme con el sacerdote, de no ser por mi reputación intachable estuviera hasta el cuello de problemas por tu culpa — Gruñó el hombre, alejándose, arrastrando consigo el látigo que goteaba con la sangre del joven.

Me acerqué corriendo para tratar de auxiliar al joven flagelado.

Los dos verdugos no notaron mi presencia, yo parecía invisible ante sus ojos, incluso intenté quitarle el látigo al hombre, pero mis dedos atravesaron el cuero como si fuese un espíritu. No podía tomarlo, intenté golpear a ese sujeto, pero también atravesé su rostro y siguió allí como un holograma, observando al chico sin ningún tipo de compasión.

Esos ojos duros no parpadearon ante mí. Aquel sujeto bien peinado me parecía conocido, su rostro estaba lleno de arrugas y su expresión era de piedra.

Me volví hacia el moribundo en el suelo.

El chico estaba acostado boca abajo, cubriendo su rostro con sus brazos, sollozando sin parar y temblando.

Estaba tan delgado que sus huesos se notaban.

¿Quién era aquel chico? ¿Quiénes eran estas personas tan crueles? ¿Por qué lo trataban de ésta forma?

Me agaché a su lado, compadecida y llena de furia por semejante crueldad.

— Eres una porquería que se empeña en hacernos pasar disgustos — Gruñó la mujer, observando con desprecio hacia el joven — Intentamos ser pacientes contigo, pero no colaboras — Abrió el abanico de nuevo — Acusarnos de maltratadores con el sacerdote del pueblo es un acto de tracción que no te dejaremos pasar... Este castigo no ha terminado aún.

Guardián de la Penumbra Donde viven las historias. Descúbrelo ahora