Edward
Edward no podía dormir.
En lo que llevaba de noche, no había logrado pegar ojo. Entre el hallazgo del cadáver, lo extraño que actuó el rey, la conversación que escuchó en secreto de las sirvientas, lo preciosa que se veía Gina...
Demasiadas emociones para un mismo día, sí.
Trató de cansarse a sí mismo repasando mil veces la leyenda sobre el antiguo odio de los posibles enemigos, probando teorías, cada cual más alocada, sobre la motivación o incluso la identidad del asesino, buscando sospechosos hasta debajo de las piedras... hasta que sintió que enloquecía.
Entonces y sólo entonces, consideró oportuno tratar de descansar para así evitar perder la cabeza definitivamente y en la oscuridad de la noche, sigilosamente se metió entre sus sábanas suplicando a su mente que le dejara descansar por fin. Y pareció que iba a conseguirlo, pero justo cuando sus ojos cerrados parecían llamar al sueño, una cabellera rubia se dibujó en el rincón más oscuro de su mente, seguida más tarde de unos ojos azules como el cielo que avecina tormenta, y unos labios que se curvaron para dar un suave beso a otra figura que apareció a su lado, con los ojos cerrados.
Pero en el mismo momento en que esos ojos se abrieron, mostrando un brillante verde esmeralda, en el mismo momento en que Edward dio con el nombre de la portadora de aquellos iris... la escena se manchó de sangre, pues Christian sostenía una daga clavada en el pecho de la chica.
Una daga clavada en el corazón de Gina.
...
Edward despertó de golpe, sudoroso, mientras su cuerpo aún temblaba inconscientemente por aquello que había presenciado... Pero, había sido solo un sueño ¿verdad?
El general descubrió que sólo había dormido un poco más antes de despertar de nuevo, a una hora ya más aceptable, por lo que salió sin prisas de la cama, y se alistó para el entrenamiento tan especial que tenía aquella mañana: el primer entrenamiento de Gina.
Él admitía que estaba nervioso. Pero solo un poco.
Ejem, ejem...
El primer entrenamiento de la princesa... Aquello era algo importante. Solo por eso era que estaba inquieto. Por lo que con tal de matar el tiempo, dio unas pocas vueltas por su habitación, organizando pequeños detalles, y observando otros cuantos. Pero la impaciencia le pudo y no tardó mucho en ir en busca de Gina. Llegó en un suspiro a la puerta de la princesa, y mientras retenía el aire, llamó. Pero no tuvo respuesta inmediata. Volvió a golpear con los nudillos insistentemente y por fin una de las sirvientas, Bea, abrió la puerta.
—¿Te parece normal llamar tan desesperadamente a la puerta de tu princesa?
Edward, atónito, la miró unos segundos. La chica tenía ojeras, disimuladas por los polvos con los que se hubiera maquillado, y parecía molesta.
—Se dice General, y no estaba desesperado. —se defendió él.
—Si usted lo dice, general... —se burló ella remarcando cada sílaba de esta última palabra.
—¿A qué viene tanto mal humor? ¿Una noche complicada...? —aventuró Edward.
—Y tanto. Emy ha vuelto a dejarme sola a cargo de la princesa, y ella no ha parado de parlotear durmiendo... Es un poco inquietante. Y más si atiendes lo que dice. ¿Qué pasó anoche que le marcó tanto?
Edward dudó, pero prefirió no confiarle a la sirvienta un secreto como era la muerte de alguien, por lo que trató de excusarse diciendo que la cita de Gina cita no fue del todo bien... y que tenía que madrugar para entrenar aquella mañana. Bea captó la indirecta y corrió a despertar a Gina. El general escuchó cierto alboroto, y sonrió al oír frases sueltas de Gina. Escuchó una puerta dentro de su alcoba abrirse, y por la voz supo que esa tal Emy acababa de entrar en escena...
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La corte de los traidores
RomanceEn el reino de la Aurora, la vida de Gina parece una utopía: un inminente matrimonio con el amor de su vida, la adoración del pueblo y una felicidad aparentemente inquebrantable. Sin embargo, bajo la brillante superficie de su mundo perfecto se esco...