Edward
Acababa de regresar a Palacio, tras visitar la mansión de su abuelo, ahora fallecido. Aún tenía los ojos irritados por el llanto, pero estaba decidido a no mostrar esa faceta suya. Se limitaría a cumplir y proteger a la princesa, mientras iniciaba una investigación ahora más personal de lo que podría haber sido en un principio.
¿Pero por dónde empezar...?
Edward sabía mejor que nadie que toda la aristocracia guardaba secretos, unos más sucios que otros. ¿Pero un asesinato? ¿Podría haber alguien en la corte tan desesperado como para cometer semejante atrocidad?
—¿A quién beneficiaría esto? —pensó, aún a lomos de su caballo. —¿Qué motivación esconde...?
Justo en ese instante, sintió un exagerado alboroto que se colaba por los muros del castillo, así que terminó de encerrar en el establo a su corcel y velozmente apareció en la sala del trono, listo para enfrentar cualquier peligro.
—¡Tú!
Un vozarrón se escuchó sobre la multitud en cuanto entró, y en segundos, toda la sala rodeaba al General. Y frente a él, el rey le apuntaba con el dedo, con los ojos fuera de sus órbitas. El rey hizo un esfuerzo por incorporarse de su trono, y movido por la ira y el miedo, logró estar a pocos metros de Edward en un suspiro.
—Dónde está mi hija.
La voz del rey era calmada, casi confiada. Pero Edward comprendió que las apariencias engañan. Aquello no había sido una pregunta. Tenía cierto matiz de orden, incluso de súplica.
"¿Dónde está la princesa, Edward?"
"¿Se te ha perdido?"
"¿No has cumplido con tu misión?"
La misión, la misión, la misión. Sorprendido por haber sido pillado con la guardia baja, sus pensamientos más autodestructivos comenzaron a salir a flote.
"Mierda Edward, no eres detective" —pensó para sus adentros. —"no tendrías que haberla dejado sola"
"¿Y si le han hecho lo mismo que a tu abuelo?"
"Sería tu culpa, Edward"
"Encuéntrala"
Su Majestad parecía saber en qué estaba pensando Edward, quizás porque su rostro estaba siendo demasiado expresivo. Fuese lo que fuese, el rey dejó que su mejor soldado cavilase unos momentos en silencio, y tampoco se interpuso cuando este se arrodilló frente a su Majestad y con el rostro sembrado por una firme decisión, abandonó el palacio en el que había entrado hacía unos momentos para partir en busca de la princesa.
Lo que nadie supo es que esa apariencia decidida era en realidad una máscara para el miedo.
Su caballo le miró aburrido cuando el General volvió a ensillarlo, pero en poco tiempo emprendieron la búsqueda de la princesa. Su primera parada era aquel prado en el que había oído que Gina se reunía con su amado. Con un poco de suerte aún seguirían allí.
Pero poco antes de salir de las murallas que delimitaban el castillo, Edward distinguió una cabellera rubia que conocía de oídas: aquel era el prometido de la princesa.
Tenía mal aspecto, "¿Quizás él y Gina han discutido?" pensó el General. De ser eso cierto, la princesa aún estaba sola, y la idea de que contase con la protección de su amado se desvaneció enseguida. Pero Edward no se rindió. En su lugar, cabalgó con más ímpetu hacia aquel prado, y una vez allí, al verlo todo tan desierto, inspeccionó meticulosamente los alrededores, todo con tal de hallar alguna pista del paradero de la princesa.
ESTÁS LEYENDO
La corte de los traidores
RomanceEn el reino de la Aurora, la vida de Gina parece una utopía: un inminente matrimonio con el amor de su vida, la adoración del pueblo y una felicidad aparentemente inquebrantable. Sin embargo, bajo la brillante superficie de su mundo perfecto se esco...