CAPÍTULO I

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Gina

Gina levantó los brazos de forma un tanto perezosa y delicada al mismo tiempo, y observó en el reflejo del enorme tocador que tenía en frente cómo su sirvienta le colocaba aquel incómodo pero tan necesario corsé. Tras esto vistió a Gina con un precioso vestido verde pálido, de mangas abullonadas, una larga falda y vistosos volantes de encaje, que se ceñía perfectamente a su delgada cintura. Iba a verse preciosa aquel día. Tras fijarse un instante en la cara de concentración que exhibía su sirvienta, enfocada en dejar radiante a su princesa, Gina pasó a observar anonadada su propio reflejo, al que luego le sonrió con suficiencia. Tenía la apariencia perfecta para una princesa. Su piel estaba libre de marcas, y su palidez era el vivo reflejo de la más pura porcelana. Todos admiraban su precioso cabello, del mismo color que el sol cuando se escondía en el ocaso, y adoraban sus ojos, tan verdes como las esmeraldas más preciadas del reino. "Es usted la más bella señorita de todo el Reino de la Aurora", había escuchado la princesa desde su más tierna infancia.

Todos la adoraban. Gina sentía que vivía en un precioso sueño, que aún estaba por mejorar: hacía poco, su estimado padre había elegido al fin un prometido para ella, que resultó ser un Duque del reino llamado Christian, poco mayor que Gina y muy poderoso, quien además era un completo caballero que anteponía la seguridad de su princesa ante todo. Era un hombre tan romántico...

La princesa estaba emocionada: habían acordado verse aquella misma mañana en un hermoso prado, el habitual escenario de sus románticos encuentros. Pero en ese instante, alguien llamó sin delicadeza alguna a la puerta de la princesa.

Su sirvienta acudió corriendo a abrir la puerta, y ante la escéptica mirada de Gina, entró en la alcoba uno de los soldados del rey. De pelo oscuro y ojos castaños, tenía el rostro y lo que su uniforme dejaba visible de su cuerpo surcado de cicatrices de antiguas batallas, pese a lo joven que aparentaba ser el desconocido, rondando la edad de la princesa. Él, sintiendo la mirada de Gina, hizo un amago de reverencia y se presentó.

—General Edward, dirigente del ejército de la Aurora —comunicó con voz firme. —he sido llamado por su majestad en una audiencia extraordinaria, a la que usted debe estar presente siendo yo su escolta.

—¿Ahora? —se extrañó Gina, —si padre quisiera hablar conmigo, puede hacerlo en cualquier otro momento. Comuníquele que en este instante no me encuentro disponible para charlar.

Gina elaboró un vago gesto de despedida con la mano, despachando al General, quien no obedeció.

—Como he dicho antes, princesa, soy General, no mensajero. Si su majestad ha ordenado una reunión su deber como hija del Reino de la Aurora es obedecer esa orden. Y ahora vámonos. Detesto perder el tiempo.

La princesa, sorprendida, no tuvo más remedio que seguir a aquel General.

"¿Quién se habrá creído que es para tratar de doblegarme a mí, su princesa" pensó Gina, furiosa. "Solo deseo que esta reunión que padre ha organizado no se alargue demasiado para poder encontrarme con Chris, y perder de vista a ese bastardo"

Al poco tiempo, llegaron a la sala del trono, una increíble estancia digna de un poderoso reino como era la Aurora, lleno de estandartes con el escudo del reino, y columnas talladas que soportaban el peso del alto techo de la sala, decorado con exquisitos frescos en los que se dibujaba la historia del reino, enormes ventanales ojivales que creaban un agradable espacio diáfano, y unos magníficos candelabros elaborados con gemas preciosas que brillaban al reflejar los rayos del sol. Bajo ellos, suelos de mármol pulido, y una extensa alfombra roja, con detalles dorados bordados a todo lo largo, que llevaba directamente a los pies del imponente trono del rey: un alto respaldo dorado, tallado en madera con el escudo del reino y motivos vegetales, que tenía mullidos cojines de seda roja. Y sentado en él, allí estaba. El apreciado rey de la Aurora.

La corte de los traidoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora