CAPÍTULO I

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La tarde se prestaba para salir a cabalgar, así que Santiago hizo preparar su yegua y partió de inmediato a lo de sus arrendatarios. Debía ayudarlos a reparar unos corrales que se arruinaron con las últimas lluvias. Sabía que no era un trabajo apropiado para alguien de su posición y que provocaba más de un descontento a sus hermanas y, por sobre todo, a Tomás, el mayordomo. Sin embargo, Santiago encontraba muy satisfactoria la vida de campo, tanto que había obtenido una musculatura ejemplar luego de años de trabajo duro.

No pasó mucho tiempo sobre el caballo, cuando se encontró con una carreta que se había ido a parar a la banquina del camino. Se le había salido una rueda y el hombre que la conducía intentaba inútilmente de colocarla en su lugar. Sin embargo, no le era posible levantar el eje con una sola mano. Santiago notó que le temblaban las piernas por el esfuerzo y decidió detenerse a ayudar.

—¿Necesita ayuda, señor? —preguntó Santiago, aunque era más una pregunta retórica para llamar la atención del caballero. Bajó del caballo de un salto y se acercó a observar la carreta con más detenimiento. Por suerte no había sufrido mayor daño.

El hombre se irguió demasiado rápido y se mareó. Se demoró unos segundos en identificar quién estaba hablándole. Cuando distinguió a su interlocutor, separó los labios en una mueca de sorpresa. Tragó saliva y se aclaró la garganta para decir:

—Creo que me vendría bien, gracias —el caballero se apartó momentáneamente y secó el sudor de su frente con el dorso de la mano. Luego se llevó esa misma mano sobre la cabeza y hundió los dedos en su espesa cabellera para rascarse, como si no terminara de comprender del todo lo que edtaba ocurriendo. Respiraba agitado mientras descansaba los brazos en jarra sobre la cintura. Tenía desabrochados los primeros dos botones de la camisa, por lo que podían verse sus clavículas humedecidas por el sudor. Tenía el pecho y los hombros anchos.

—Sostendré la carreta, usted coloque la rueda —indicó Santiago mientras se arremangaba las mangas de la camisa.

Sin esperar aprobación, Santiago colocó ambas manos por debajo del eje y elevó el vehículo. Las piernas le temblaron por el esfuerzo y exclamó un pequeño alarido. El desconocido actuó con rapidez e insertó la rueda en su lugar.

—Se lo agradezco mucho, señor —dijo el hombre dejando caer el peso de su cuerpo sobre la carreta. Luego se sacudió las manos en el pantalón embarrado y ajustó los botones de su camisa—. Mi nombre es Manuel Álzaga —le tendió una mano temblorosa a Santiago y él la tomó con fuerza. Manuel sostuvo la mirada sobre los ojos verdes de Santiago y un cosquilleo le recorrió el cuello hasta la nuca. Sintió que la boca se el secaba y volvió a tragar saliva de forma nerviosa.

—Un placer. Mi nombre es Santiago. ¿Viene de paseo? —él no notó que aquel hombre no había parado de verlo ni para pestañear, como si no pudiera dejar de contemplar la esbelta figura de Santiago.

—A-algo así, fui invitado por mi tío materno, Alberto Cabrera, a pasar el verano. Dice que el clima aquí es encantador —Manuel se incorporó y se obligó a desviar la mirada. Se detuvo para apreciar la vista hacia unas arboledas —¿Sabe a quién pertenecen estas hectáreas? —necesitaba encontrar un tema de conversación que los retuviera a ambos en aquel lugar, en aquel momento.

—De aquí hasta la próxima tranquera, la estancia pertenece a la familia Valiente —explicó Santiago extendiendo el brazo derecho.

—Claro, claro —repitió Manuel—, he escuchado que el cabeza de familia es un poco apático. ¿Cree que me daría albergue por una noche?

Santiago demoró unos momentos en formular respuesta. El caballero aprovechó el intervalo para terminar de asegurar la rueda. Colocó a su caballo en el yugo y le dio agua de beber. Luego revisó reiteradas veces el estado de las coyundas y, al finalizar, se subió a la carreta con las riendas en mano.

—El señor Valiente no suele estar en la propiedad, pero seguramente alguna de sus hermanas estará encantada de recibirlo, señor —dijo Santiago refiriéndose a sí mismo en tercera persona, era evidente que Manuel ni se imaginaba a quién tenía en frente. Habló con la mirada clavada en el suelo mientras volvía a montar sobre su yegua pinta. Decidió ocultar su identidad adrede ya que le parecía que sería muy embarazoso aclararlo luego de que Manuel lo tratara de apático, casualmente justo después de haberlo ayudado con su carreta.

—Me alegro. Entonces, le agradezco nuevamente por la ayuda, señor —Manuel elevó su sombrero y realizó una reverencia sutil. Tenía una sonrisa espléndida en el rostro.

Santiago imitó el gesto con mucho menos entusiasmo. Luego partieron en direcciones opuestas del camino.

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