CAPÍTULO XIII

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El doctor Proust miró a María de reojo, pero ella no reparó en él. La línea de su perfil sugería gestos finos y delicados. Tenía el ceño fruncido, las cejas delgadas, una tez blanca y unos cabellos rubios que enmarcaban su anguloso rostro. Sin dudas era una criatura maravillosa. Luego volvió a ver a Santiago. Él poseía un aspecto muy diferente al de su hermana menor, con aquel pelo castaño, la cara ancha, la nariz algo prominente y el pelo marrón.

—Señor Santiago, necesito que hablemos de esto, por favor —el doctor había comenzado a sudar y hablaba con la voz temblorosa.

—No, primero hablará conmigo —María clavó sus gélidos ojos en Román y él sintió que todo su cuerpo caía bajo los dominios de una magia hostil. Después, ella tomó a su hermano del brazo y lo llevó fuera de la habitación—. ¿Cómo se te ocurre hacer algo así? Santiago, ¿En qué estabas pensando? —la muchacha estaba verdaderamente sorprendida, aunque no en el buen sentido. Hablaba como si gritara entre susurros y movía los brazos dibujando grandes círculos en el aire.

—Pensé que te agradaría la idea de tener la posibilidad de aprender más sobre medicina y, además, ejercerla —Santiago seguía muy orgulloso de lo que había logrado. Tenía los brazos sujetos tras la espalda, se paraba muy erguido y con el mentón elevado.

—¡Es terriblemente inapropiado! —María comenzaba a exasperarse.

—¿Por qué? Yo creo que harías un excelente trabajo.

—¿Por qué? —repitió ella que no entendía el razonamiento con el que Santiago había llegado a esas conclusiones— porque es inapropiado para alguien de nuestra posición y, por sobre todo, porque soy mujer ─María guardó silencio unos momentos antes de seguir─, pero supongo que eso no lo entiendes ¿Cierto?

Santiago no respondió. La miró con una expresión terriblemente seria y la dejó allí sola para volver a entrar en la sala hospitalaria.

─¡Santiago! ─la muchacha llamó a su hermano, pero él no se volteó a verla.

El señor Román Proust estaba sentado frente al escritorio, encorvado y con ambas manos sobre la cabeza. Parecía tan conmocionado como María.

—Doctor Proust, de qué quería que habláramos —Santiago tenía el ceño fruncido. Ya no estaba para nada feliz. Retorcía los puños cerrados junto al cuerpo y se le habían tensado las arrugas alrededor de la boca.

—Ah, señor Santiago, usted no mencionó que tendría que trabajar con la señorita...

—La señorita María Valiente, mi prodigiosa hermana —el joven completó la frase para asegurarse de que se hiciera correctamente.

—Sí —el doctor tragó saliva de forma muy ruidosa—, pero no creo que este lugar sea adecuado para una dama de su alcurnia... o para cualquier dama, en realidad.

—Bueno, parece que ambos piensan igual. Seguramente sabrán llevarse bien —agregó Santiago forzando una sonrisa.

—No insista, señor, por favor.

—Doctor Proust, permítame recordarle que yo soy quien le gira su sueldo, que es más que generoso y, por lo tanto, espero que usted cumpla con lo que ordeno.

Santiago se acercó a aquel tembloroso sujeto hasta que su cuerpo quedó por encima. El señor Proust tuvo que arquear la espalda hacia atrás para poder sostenerle la mirada.

—No querrá que lo devuelva al oscuro pozo en el que lo encontré —agregó con una expresión terriblemente fría.

Proust guardó silencio durante unos segundos hasta que, finalmente, asintió con un suave movimiento de cabeza, de arriba hacia abajo. El hombre clavó la mirada en sus zapatos y se sujetó las manos con fuerza en señal de plena resignación.

Justo en ese momento entró María por la puerta.

—Bien, querido señor Proust, me alegra que hayamos llegado a un acuerdo —Santiago volvía a sonreír. Hablaba mirando a su hermana de reojo.

—¿De qué acuerdo estás hablando, Santiago? —María estaba de pie junto al umbral de la puerta y tenía los brazos cruzados sobre el pecho.

—Será un placer tenerla aquí, señorita María —dijo el doctor asomándose hacia un costado. Sonreía, pero una gota de sudor nervioso le recorría la frente.

María abrió la boca, estaba muy sorprendida por lo absurda que había sonado toda esa escena. Después se dio la vuelta y huyó sin decir ni una sola palabra más. Al cabo de unos breves momentos se escuchó a su caballo relinchar y salir a galope.

—Supongo que si ella no quiere venir, ya no habrá nada que usted pueda hacer —el señor Proust parecía aliviado.

—No se preocupe, doctor, ella vendrá —Santiago salió por la puerta y su camisa blanca pareció fundirse con la luz del sol a mediodía. Subió a su yegua y regresó a la mansión.

Cuando llegó, Tomás le abrió la puerta. Santiago casi lo arrolló cuando atravesó el umbral.

─¿Ocurre algo, mi señor? ─el mayordomo se alisó los pliegues del uniforme negro que quedaron desprolijos tras la precipitada entrada del muchacho.

─¿María ya llegó?

─Sí, señor. Entró a su habitación, pero dudo mucho que desee recibirlo en estos momentos.

Santiago sabía que Tomás tenía razón. María era una tormenta incontenible cuando estaba enojada. Lo mejor era dejarla estar hasta que se calmara.

─Mi señor, permítame sacarlo de sus cavilaciones ─comenzó a decir el mayordomo─, le ha llegado esta correspondencia ─continuó mientras extendía el brazo para entregarle una carta a Santiago.

El muchacho la tomó con delicadeza y la abrió allí mismo para leerla. Cuando vio la elegante caligrafía sobre el papel en tonos sepia se le tornó la cara pálida. Se demoró unos cuantos segundos en leer. Sus ojos siguieron la línea de aquellas palabras al tiempo que se le aflojaban las piernas. Dio unos pasos hacia atrás hasta encontrar una silla en la que sentarse.

─Dios mío, señor Santiago, ¿Qué le ocurre? ¿Desea que le traiga algo de tomar?

─No, Tomás. Estoy bien, gracias.

─¿Entonces? ─el hombre miró a Santiago con las cejas arqueadas hacia arriba y la boca dibujaba una fina línea horizontal.

─Julieta llegará en un par de días junto a su prometido y el señor Manuel Álzaga...

─Bueno, eso ya nos lo habían informado en otra carta, señor.

─La tía Miriam viene con ellos.

Tomás abrió la boca y se llevó una mano enguantada al pecho, como si algo le doliera. Dio unos pasos hacia atrás y también se sentó.

─Discúlpeme el atrevimiento de sentarme frente a usted, señor, pero es que esa mujer...

─No se preocupe, Tomás ─Santiago colocó su mano sobre el hombro del mayordomo que, por sobre todas las cosas, siempre había sido su amigo y confidente─, pero tendremos que estar muy preparados ─se recostó sobre el respaldo y, con la mano, se rascó el cabello frenéticamente.

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⏰ Última actualización: Sep 28 ⏰

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