CAPÍTULO XII

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—¿María, estas despierta? —Santiago golpeaba la puerta de la habitación de su hermana ferozmente. Era muy temprano de mañana, pero le parecía extraño que María siguiera en la cama. Por lo general, ella siempre era la primera en levantarse.

La puerta se abrió muy lentamente, apenas un pequeño espacio para que la muchacha asomara la cabeza. Llevaba el cabello sujeto en un trenza y envuelto en una cofia. Además tenía los párpados hinchados y vestía de camisón blanco. Se restregó los ojos perezosamente y luego dijo: —¿Qué ocurre, Santiago? ¿Qué es tan urgente? —era evidente que hubiera deseado seguir durmiendo. Hablaba entre susurros y arrastraba las palabras.

Hacía dos semanas que había ocurrido el nacimiento de Juan, el pequeño hijo de Miguel y Sofía. Por otro lado, se había estado encargando de los primeros controles del recién nacido. María insistió para que consultaran con un verdadero doctor, pero la familia no acostumbraba a acudir a los centros de salud. Así que les propuso que ella iría hasta su casa dos veces a la semana para ver que todo estuviera bien, más porque sentía una extraña responsabilidad sobre aquel niño que por otra cosa. Desde entonces, Santiago quiso agradecérselo a María con una sorpresa. Le tomó su tiempo pero finalmente lo había conseguido.

—Enlístate. Te espero abajo en quince minutos —dijo Santiago y se fue sin dar explicaciones.
Sabía que su hermana se demoraría más de quince minutos, sería un milagro que pudiera peinarse, maquillarse y vestirse en tan poco tiempo. Era más una de esas frases que él decía cuando estaba apurado y ese día realmente lo estaba.

María bajó treinta minutos más tarde. Desayunó rápidamente, no porque quisiera, sino más bien porque Santiago la ponía nerviosa. Estaba de pie junto a ella y la miraba comer y cómo sorbia su té. Era inquietante, jamás lo había visto así. Pudo suponer que no se trataba de algo verdaderamente malo porque, de ser así, él estaría rabioso. En cambio, esa mañana parecía un niño en navidad. No era nada usual, así que María decidió que lo disfrutaría, aunque sin la necesidad de irritarlo con su tardanza.

Cuando por fin hubo terminado de desayunar, ambos hermanos se dirigieron a los establos donde un lacayo los esperaba con dos bellos caballos ensillados y listos para montar.

—¿A dónde iremos? —María comenzaba a impacientarse, montar a caballo no era precisamente uno de sus pasatiempos favoritos como sí lo era de Santiago.

—Te lo diré cuando lleguemos —respondió Santiago con una sonrisa y, de inmediato, apeó a su yegua pinta para que saliera a galope. María lo siguió detrás mientras le gritaba que la esperase.

Era pleno verano y la humedad pesaba en el ambiente y sobre los cuerpos de las personas. Los campos estaban rebosantes de verdes y las chicharras cantaban con aquel particular sonido. Era un zumbido agudo y constante que presagiaba que aquel día sería de los más calurosos. De camino se encontraron a algunos agricultores que regaban los cultivos a baldazos limpios mientras que otros quitaban a mano las plagas y las malezas. María y Santiago les dedicaron un saludo y siguieron de largo. 

Un poco más allá, se acercaron a un pequeño asentamiento donde varias familias de campo tenían sus viviendas. No eran más que unas pequeñas construcciones de adobe, con galerías de palo y techo de paja o madera. Las mujeres que cargaban a sus hijos en coloridos fulares de tela o que lavaban la ropa en grandes fuentones de metal miraron a Santiago y a María extrañados. No era común que un par de nobles terratenientes se pasearan por allí. Algunos niños que iban descalzos y descamisados los siguieron mientras apuraban el paso de sus ovejas con largas ramillas flexibles con las que latigueaban el aire. Los niños hacían extraños sonidos de animales con la boca y, de vez en cuando, realizaban de esas preguntas indiscretas que todo niño suele hacer a los extraños.

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