Valiente

CAPÍTULO XI

Febrero llegó con sus recurrentes lluvias al interior de Argentina. El verano era caluroso y, sobre todo, húmedo. Santiago y María esperaban con ansias el regreso de su hermana menor y su prometido. Dado que en Francia el invierno todavía se hacía sentir, deberían esperar casi un mes más para verla.

Mientras tanto, se dedicaban a asistir a reuniones sociales cada vez que podían. Bailes, tertulias y picnics veraniegos llenaban sus días. Si bien el compromiso de Julieta había sido una bocanada de aire freso, todavía quedaba María a la vera del mercado matrimonial. Santiago siempre insistió en que pudieran casarse por amor pero, por más empeño que pusiera María, no encontraba caballero alguno que lograra robarle ni un suspiro.

En cambio, lo único que encontraba atractivo eran los libros de medicina: inmensos volúmenes encuadernados en cuero con explícitos dibujos de anatomía y extensas descripciones con palabras que a Santiago le resultaban ininteligibles. También tenía manuales con listas de plantas medicinales de la zona y detalladas recetas. Con frecuencia ofrecía infusiones y cataplasmas a sus hermanos. El chañar había calmado el dolor muscular de Santiago en incontables ocasiones.

Por suerte, ese día gozarían de una íntima cena familiar (apenas ellos dos). La noche llegó sin prisa. La lluvia comenzó a caer, primero suave, para terminar en una tormenta torrencial. El rumor del agua llegaba hasta el interior de la mansión. Santiago y María Valiente terminaron de comer y se disponían a ir a sus habitaciones cuando Tomás irrumpió en el comedor. Estaba agitado y tenía un gesto terrible en el rostro. Santiago sintió que un horrible escalofrío lo recorría íntegro.

─¡Señor!, Miguel Pereyra está en la puerta. Cabalgó bajo la lluvia hasta aquí. Dice que necesita ayuda: su esposa ha entrado en labor de parto y no consigue ningún doctor o matrona con esta tormenta ─explicó el mayordomo mientras agitaba las manos.

Santiago palideció por un momento, pero María se le acercó y tomó su mano con suavidad. Él la miró, como si adivinara sus intenciones.

-Gracias, Tomás. Dile que nos haremos cargo. María, busca lo que necesites y encuéntrame afuera. Enlistaré los caballos ─mientras decía esto, caminaba con pasos agigantados hacia las afueras del comedor.

María también salió del salón a gran velocidad. Debía buscar toallas limpias y algunos recipientes en caso de que la familia Pereyra no contara con ellos en su hogar. Cuando todo estuvo listo, se unieron a Miguel. No había lugar para las formalidades, apenas si se dirigieron un gesto. El hombre tenía al pánico por rostro.

Afuera, la lluvia caía con un peso y una intensidad que doblegaba los cuerpos. Las gotas eran como plomo: frías, pequeñas, dolorosas. Miguel encabezaba la comitiva, luego iba Santiago y, por último, María que llevaba un maletín lleno de objetos que, creyó, serían necesarios.

Cuando llegaron a la casa, Santiago se encargó de llevar a los caballos a un refugio mientras los demás entraban. Dentro se encontraba Sofía (la esposa de Miguel) tendida sobre el suelo, en un colchón de paja muy delgado. Estaba prácticamente desnuda, con su prominente vientre tenso por las contracciones. Sudaba como si la lluvia de fuera también la hubiese alcanzado. Al ver llegar a Miguel exclamó su nombre y él corrió a su encuentro.

─Conseguí ayuda ─la mirada que le dirigió Miguel a Santiago fue una súplica desesperada.

─Santiago, ve a calentar agua y colócala en esos recipientes ─María ya estaba frente a Sofía cuando comenzó a dar las órdenes─. Hola, Sofía, mi nombre es María Valiente. Sé que estás asustada y dolorida pero he venido a ayudarte. Necesito que hagas todo lo que yo diga.

Sofía asintió con la cabeza.

─Bien, voy a revisarte en cuanto pueda lavarme las manos.

─Aquí está el agua ─Santiago colocó el líquido en uno de los recipientes de plata.