CAPÍTULO V

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La mañana del viernes, los hermanos Valiente se dirigieron al pueblo. María y Julieta viajaban en el carruaje, mientras que Santiago las seguía montado a caballo. Las jóvenes continuaban un poco molestas con su hermano y él prefería evitar las asperezas. También los acompañaban sus doncellas y Tomás, el mayordomo.

Dieron un par de vueltas a la plaza principal, visitaron la iglesia y la escuela contigua. Finalmente, estacionaron en el centro. Se trataba de una calle de tierra con tiendas a ambos lados de la calzada. Mientras caminaban, observaban los escaparates y conversaban sobre los colores de la temporada.

Una tienda, en particular, llamó la atención de Santiago. Se trataba de una casa con amplias vidrieras en las que se exponían maniquíes con conjuntos de ropa europea. Había escuchado, entre sus escandalizados congéneres, que se trataba de un lugar que vendía ropa con talles estandarizados a un menor precio que las prendas de sastrería hechas a medida. No hacía mucho que había inaugurado.

Estaba expuesto un hermoso vestido color lavanda, ceñido a la cintura. Tenía las mangas de tul sobre los brazos, de esas que surgen desde el escote y dejan los hombros al descubierto. Los encajes estaban bordados con pequeñas mostacillas blancas y violetas. En la falda llevaba bordadas unas florecillas de una sutiliza exquisita.

Santiago suspiró como si se le escapara algo de su propia alma.

─¿Estás bien? ─Julieta tomó el brazo de su hermano e inclinó la cabeza sobre su hombro ─se te humedecieron los ojos.

─Tranquila, no pasa nada. Sigamos ─Santiago se apartó suavemente y siguió caminando. Julieta contempló el vestido por un segundo y se obligó a apartar la vista, como si hubiera visto un fantasma.

Entonces, Santiago vio que el señor Manuel Álzaga salía de una de las tiendas, cruzaba la calle e ingresaba en la cafetería de la esquina. Sintió el impulso de ir tras él, pero primero debía acompañar a sus hermanas a la sastrería. Necesitaban encargar unos vestidos nuevos para la inauguración de la temporada.

La familia Valiente hacía años que encargaba su vestuario al sastre del pueblo. Así que ingresaron en una casita modesta, más privada que la ropería de grandes vidrieras. No pasó mucho tiempo hasta que apareció ante ellos un hombrecito delgado que llevaba un centímetro colgado al cuello y un alfiletero en la mano.

-Señor Santiago, señorita María, señorita Julieta, bienvenidos -saludó el sastre mientras hacía una leve reverencia con la cabeza -pasen, por favor, los atenderemos enseguida.

-Buen amigo, Julio, encárgate de las señoritas primero. Complácelas -Santiago alentó a sus hermanas para que acompañaran al hombre junto con sus doncellas-, regresaré en unos momentos.

Entonces salió y caminó a paso veloz hacia la cafetería. Antes de poder siquiera subir las escaleras, la puerta se abrió abruptamente y apareció, vociferando maldiciones, el tendero con un joven tomado del brazo. Lo arrojó a la calle como si se tratara de un perro y volvió a ingresar mientras insultaba entre dientes.

─¡Miguel!

Miguel estaba tirado en el suelo, olía a alcohol y tenía vómito sobre una de las alpargatas. Intentó levantarse, pero se tambaleaba tanto que le llevó unos momentos. Santiago colocó su hombro bajo el brazo del joven para sostenerlo antes de que volviera a caer.

─Señor Santiago ─Miguel miró a su compañero con la cara enrojecida y congestionada. Tenía los párpados hinchados y sendos surcos sobre las mejillas.

─Por Dios, Miguel. ¿Qué te pasó? ─Santiago comprobó que muchas personas se habían detenido a observar la escena, así que decidió llevarlo a un sitio más privado.

ValienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora