CAPÍTULO II

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Al llegar a la casa de los Pereyra, Santiago desmontó y llamó a la puerta. Un anciano con la piel endurecida por el sol y el pelo encanecido se asomó  a la ventana lentamente. Cuando descubrió de quién se trataba, corrió a abrirle. Esbozó una cálida sonrisa e invitó a Santiago a pasar. El joven accedió inmediatamente. Una vez dentro, se quitó el sombrero y permaneció de pie un momento.

—No lo esperábamos hoy, señor —dijo el anciano mientras hacía lugar en la pequeña mesa de madera y apartaba una silla—, siéntese, por favor. Pensábamos que estaría ocupado preparándose para la temporada.

Santiago tomó asiento y aceptó la bebida que le tendió el hombre.

—No tengo ni el más mínimo interés en la temporada —se colocó el borde del recipiente en la boca y sorbió un primer trago—, quise venir a ayudar con las refacciones del corral. Esos cerdos no pueden vivir encerrados en el galpón el resto del verano.

—Es usted muy considerado, señor. Espere, llamaré a Miguel para que lo acompañe.

Don Pereyra volvió momentos después junto con su único hijo, Miguel. Un muchacho de piel curtida por el sol al igual que su padre, pero era de hombros macizos. Llevaba el cabello rubio enmarañado y sucio de barro. Tenía el torso descubierto y podía vérsele el abdomen y el pecho cubiertos por una fina capa de vello.

—Buenas tardes, señor Santiago. Mi padre dice que lo acompañe hasta el corral —el joven esbozó una sonrisa amplia.

—Sería de mucha ayuda. Gracias, Miguel —Santiago se la devolvió sutilmente.

Después salieron juntos y se dispusieron a trabajar. Les llevó dos horas asegurar y parchar con tablas cada uno de los agujeros. Cuando acabaron, soltaron y alimentaron a los animales.

—Venga, Santiago, ayúdeme con esto —Miguel tomó varios baldes de alpaca y los guardó en el galpón. Santiago tomó otros tantos y los colocó junto a los demás. Después, Miguel cerró la puerta y ambos se quedaron encerrados dentro.

—No necesitas una excusa para venir a verme —Miguel aproximó su cuerpo al de Santiago y lo tomó por la cintura.

—¿Crees que lo único que quiero es verte a ti? Es que no podía dejar de pensar en los pobres cerdos aquí encerrados —Santiago habló con la voz arrastrada mientras acercaba sus labios a los de Miguel.

Sus alientos se fundieron en el aire y luego sus bocas en un beso. Con las manos se sujetaban del pelo y la espalda. La intensidad de las caricias fue en aumento. Las manos de ambos se movían de un rincón a otro, cubriéndolo todo. Santiago mordió el labio inferior de Miguel y luego le introdujo su lengua húmeda para acariciarle las comisuras. Las mejillas de ambos se habían tornado rojas.

Entonces Miguel comenzó a desabotonar la camisa de su amante con dedos torpes y frenéticos. Cuando logró quitársela se encontró con la fastidiosa faja que envolvía y ocultaba los pechos de Santiago. La quitó con suavidad ya que notó que tenía la piel cubierta de pequeñas heridas a su alrededor. Se ajustaba tanto la tela que el borde le ocasiona cortes, principalmente bajo las axilas. Cuando los pechos quedaron libres por fin, posó las manos sobre ellos. Estaban cálidos y húmedos por el sudor.

—Debes tener más cuidado, te lastimas —Miguel contemplaba seriamente los cortes de Santiago.

—No es nada, ya me acostumbré —respondió Santiago acariciando las mejillas de su amante.

Miguel procedió a besarle el cuello para descender lentamente hasta el primer pezón. Lo besó con suavidad primero y luego lo metió entero en su boca. Realizaba giros a su alrededor con la lengua y los apretaba entre sus dientes. Santiago gemía y arqueaba la espalda con cada mordida. Después realizó lo mismo con el segundo pezón.

—¿Puedo llamarte Irene?

Santiago dudó por un momento, no le agradaba del todo la idea. Ese era un nombre que intentó olvidar durante muchos años. Sin embargo, Miguel era una las pocas personas que conocía el secreto y al único que podía permitírselo, al menos sólo cuando hacían el amor.

—Sí —dijo finalmente ahogando un gemido. En la intimidad del galpón, la muchacha ya no era Santiago. Su disfraz había caído al suelo entre los besos y las caricias de Miguel.

Irene se quitó los pantalones y luego le arrebató a Miguel los suyos. Ya no soportaba la espera de encontrarse su piel con la de él, en aquel ritual que compartían desde hacía años. Irene le apretaba la espalda, tenía la respiración agitada y ocultaba su rostro entre el cuello y la clavícula de Miguel. Lo mordisqueaba y besaba por doquier. Entonces, luego de múltiples embestidas, Miguel se apartó de ella bruscamente para depositar su semilla en el suelo. Luego se volteó para abrazarla y permanecieron allí durante horas.

Cuando el sol comenzaba a ocultarse, los amantes se vistieron. Irene volvió a colocarse la faja que presionaba sus pechos y arriba la camisa llena de tierra. También se colocó los pantalones y el calzado. Nuevamente era Santiago.

—¿Cuánto tiempo más seguirás con eso? —Miguel encendió un cigarrillo para luego inhalar una profunda bocanada. Cuando exhaló, una nube de humo enturbió el aire sobre sus cabezas.

—Hasta que mis hermanas se hayan casado y tengan herederos propios. Luego de eso, no sé... —Santiago abanicó el humo con una mano mientras arrugaba la nariz.

Miguel esperó con un silencio taciturno antes de volver a hablar. Contemplaba el cielo oscuro y los árboles que se mecían con el viento.

—Voy a casarme —dijo él finalmente.

Santiago volteó a verlo, tenía los ojos muy abiertos.

—¿Qué? ¿Con quién?

—Con Sofía. Se lo propuse hace unos días y aceptó. La boda será la semana próxima.

—Bueno, me alegro por ti. Es una buena muchacha. Aunque si ya estabas comprometido no tendrías que haber dejado que te besara —Santiago apartó la vista de su amante y miró al suelo largo rato.

—Lo lamento, quería despedirme apropiadamente —Miguel arrojó el cigarrillo a la tierra y lo aplastó con el pie. Miró a Santiago y le tendió la mano encallecida. El joven la tomó con lentitud —espero que encuentres algo de felicidad a partir de ahora.

—Me las voy a arreglar —se soltaron y Santiago salió del galpón en busca de su caballo.

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