C a p í t u l o 29

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J O R G E

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J O R G E

No la llamé al día siguiente, y fui evasivo en mis mensajes de texto.

Tampoco la vi. De hecho, llamé para decir que estaba enfermo. No estaba enfermo.

Estaba con resaca.

Después que se fue, empecé a beber en el almuerzo, sentado imaginándola en Voyeur. Lo que estaba haciendo. Con quién estaba. Quién la observaba. Me quedé en mi casa vacía y bebí un vaso tras otro, sintiendo que mi control se evaporaba rápidamente. Hacía años que no me dejaba llevar por la pérdida de control, que no dejaba que la ira determinara mis acciones. Luché mucho para conseguirlo y allí estaba dejando que me comiera vivo.

¿Hasta qué punto me deslizaría antes de hacer algo de lo que me arrepentiría? ¿Decir algo de lo que me arrepentiría? ¿Sería capaz de aguantar hasta que terminara de trabajar en Voyeur? ¿Cuánto tiempo sería eso? ¿Cómo me vería como persona en ese momento? ¿Cómo seríamos nosotros?

Cuando por fin la vi en clase el martes, me sonrió como si yo no fuera un hombre roto que apenas se sostiene. Me miró como si fuera normal, como si estuviera completo, y me costó todo lo que tenía para no ir hacia ella y besarla. ¿Cómo iba a pasar el resto del semestre sin mirarla con todo mi corazón en los ojos? Era mucho más que atracción. Cada vez que la veía, sentía que mi pecho iba a explotar de emoción por ella. Ella era mi cometa Halley. Sólo viene una vez en la vida.

-Señorita Navarro -la llamé mientras todos recogían para irse-. ¿Podría venir conmigo a la sala de física? Donna necesita que firme unos papeles.

Caminó a mi lado en silencio. La tensión entre nosotros era palpable. Como si al momento en que habláramos, la tensión se abriría de par en par, gritando a todos los que nos rodeaban que éramos íntimos. Que estábamos follando.

En cuanto encontré un pasillo sin nadie en él, me giré.

-¿Adónde vamos? -preguntó ella.

No contesté, leyendo todos los carteles de las puertas en busca de la correcta.

Sala de mantenimiento.

Miré de lado a lado una vez más y abrí la puerta, arrastrándola detrás de mí. Al oír el chasquido del pestillo, la giré y la aprisioné, con mi boca inmediatamente sobre la suya, necesitando saborearla. La eché de menos y odiaba alejarme, no llamarla, no tenderle la mano. Ella jadeó cuando finalmente solté sus labios, bajando por su garganta.

-¿Estás bien? -preguntó en voz alta-. Donna dijo que estabas enfermo. ¿Por qué no me lo dijiste?

-Lo siento -murmuré en su hombro, sin querer quitar mis labios de su piel-. No quería que te preocuparas.

-Jorge, yo...

Pero sus palabras se cortaron porque le bajé el jersey y le mordí el pezón a través del encaje del sujetador. Me sentí como un adolescente, desesperado por estar dentro de ella ahora que la tenía.

ObservadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora