Capítulo 33. ¿Qué haces aquí?

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Entonces yo me rompí. Me rompí completamente. 

Dejé caer el pijama que llevaba entre las manos al suelo y me las llevé temblorosas a la cara. Me las pasé por el pelo, por el cuello, sintiendo una tensión constante que hacía cada vez más peso sobre mis hombros. 

No podía parar de llorar, y de pensar que la había cagado. 

La había cagado porque no se lo había contado, porque se lo había ocultado y sobretodo porque le había hecho sentir que no era suficiente. Y eso era lo peor. Porque sabía de sobras cómo era sentirse así, y más que te lo haga sentir un ser querido. 

Me senté en la cama sin dejar de llorar y de mirar hacia cualquier lado buscando una solución, mientras todo mi cuerpo temblaba y el alma me dolía. 

Acababa de hacer daño a la persona que más necesitaba y quería en ese momento, todo por no curar mis daños primero. 

¿Qué se suponía que debía hacer entonces? ¿Dejarlo ir? ¿Sanar yo primero? Pero, ¿Sanaría algún día? 

Mi cabeza iba a mil por hora, y aunque era difícil superar eso, mis pulsaciones lo hacían. Cada vez estaba más agitada y más angustiada, sin saber qué cojones hacer. 


*NARRA GAVI*

Nunca había existido algo en mi vida que realmente me hiciera sufrir o pasarlo mal, a parte de lo que pudiera provocar en mi el fútbol. Pero cuando salí de casa de Sabrina, sentía como si me doliera el corazón. 

Entré directo al coche al llegar a la calle y me pasé las manos por la cara de forma desesperada. No me lo podía creer, simplemente no podía. 

Arranqué con rabia y empecé a conducir, pero sabía que no podía ir a mi casa. No podía porque me moriría por la angustia y todo iba a carcomerme por dentro. Tampoco podía ir a casa de ninguno de los chicos, porque no quería contarles lo que había pasado, sobretodo cuando eran más cosas de Sabrina que mías. Pero entonces me di cuenta de que sí tenía un sitio a dónde ir. 

Conduje sin ni siquiera poner música y sin tener demasiado cuidado. Todo daba vueltas en mi cabeza y comenzaba a dolerme la mandíbula de tanto apretarla. Estaba rabioso y también muy confuso. Ni siquiera me había dado tiempo a asimilar lo que acababa de pasar, ni absolutamente nada. 

Sin embargo, cuando llegué a mi destino y bajé del coche para después llamar a la puerta, toda esa furia se desvaneció. Sentí como si me debilitara, como si me arrancaran el alma del pecho. 

-Hey -João me miró confuso cuando abrió la puerta. 

-¿Puedo pasar? -acerté a preguntar. 

-Claro -frunció el ceño y se apartó. 

Nada más dar un paso dentro de casa me abracé a él y hundí mi cara en su sudadera. En realidad ni siquiera sabía a qué había ido realmente, porque no puedo negar que le tenía un poco de resquemor, pero también sabía que era el único con el que podía hablar, y el único que podía ayudarme. 

-Tío, ¿Estás bien? ¿Qué te pasa? -dio unos golpecitos sobre mi espalda. 

Yo evité que salieran las lágrimas que tenía en los ojos, y tomé aire unas cuantas veces todavía sin soltarme. 

-Venga, tranquilo... -suspiró también mi amigo. 

Me separé y me pasé una mano por la frente, intentando relajarme y pensar con claridad.

-Vamos hacia dentro, anda -cerró la puerta. 

Asentí y lo seguí hasta la isla de la cocina, donde João se sentó en un taburete, pero yo me quedé de pie enfrente. 

latidos compartidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora