CAPÍTULO III "MCTA"

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Cuando desperté, miré a mi alrededor para asegurarme de que todo estuviera en orden. A decir verdad, mis compañeras de piso eran burras bípedas, en esta ocasión, su desastre había llegado al punto de destrozar todas las sábanas y cojines, probablemente incendiar algo en la cocina por ese olor a chamusquina. A día de hoy, sigo sin comprender como pude dormir aquella noche.

Busqué a las responsables de semejante circo y encontré a Carmen y a Tina durmiendo en el suelo, acurrucadas y juntitas, dormían bajo un charco de lo que parecía ser vómito. Se habían dormido llorando, ya que el rimel estaba derramado. Estaban despeinadas y poco arregladas, tanto que no reconocía a mi jefa en Tina.

Iba a buscar a los otros dos, pero al llegar al baño vi que Valeria estaba en la bañera, roncando boca arriba, mientras al otro extremo de la bañera se encontraban los pies de Antonio. En ese momento, decidí que lo mejor era no meterme en ese tipo de encuentros, menos cuando nadie te ha llamado.

Desayuné la última magdalena de la despensa con un poco de leche. La verdad es que sabía a caducado, pero los bares de la esquina estaban repletos de borrachos durante todo el día. Me fui cuidadosamente, intentando no hacer ruido, puesto que yo era la más joven y la última en llegar al piso, por lo que sentía que conmigo serían menos compasivas.

Esto era algo que me solía pasar. A pesar de relacionarme mejor con la gente mayor que yo, siempre he tenido algo de miedo a comentarles lo que me molesta de ellos, y eso es algo que me sigue desde la infancia hasta la actualidad. Probablemente, esa sea la razón por la que el Sr. Estornell casi no pudo ayudarme, por mi soberbia disfrazada de vergüenza por mostrarme débil.

Mientras caminaba por las calles, pensé, como siempre, en lo que tenía que hacer al llegar al trabajo. Como era universitaria, solo podía ejercer como ayudante en las funciones del Estado, el cual mi madre y yo acostumbrábamos a visitar. Es decir, ella era tanto la ministra de Universidades como catedrática de la OJEM, era obvio que me llevaría a su lugar de trabajo para aprender de ella y entender mi futuro puesto.

Pero ese día era muy especial, pues estaríamos todo el día allí y celebraríamos mi cumpleaños número dieciocho. Mi regalo sería un paquete misterioso de Liverpool, enviado por un tal Dr. Moonlight. Mi madre solo me dijo que era de un viejo amigo suyo con el que había perdido contacto y que tenía que ver con la ciencia y esas cosas que me gustaban de pequeña.

Cuando llegué al edificio, vi que todo estaba en su lugar. Afuera, los estudiantes del otro turno reposaban junto a la brisa veraniega, sobre la verde hierba y bajo un cielo nublada entre rosa y naranja propio del amanecer.

El edificio era alto, de puro ladrillo neoclasicista grisáceo. En la torre de sobre la entrada se colocaba un colosal reloj que marcaba cada milisegundo desde hacía veinticuatro años, y sí, eran muchos. Las acristaladas ventanas exponían la de maratones que docentes y alumnos se marcaban para llegar a la hora exacta en cada clase.

En el instante en el que entré, vi a mi madre revisando en su lista que cada alumno hubiera llegado. Eso era algo que no iba a la par de su labor, simplemente lo hacía por su necesidad de controlar cada detalle de la Universidad OJEM. Ahí estaba, anotando en su tableta, horas y lugares exactos en los que cada individuo se ubicaba. Estos comportamientos los relacionaba con el Síndrome de Cronos.

Era una mujer alta, yo había sacado mis ondulados y oscuros cabellos de su genética. Era de ojos oscuros y penetrantes, y le gustaba mucho arreglarse y cuidar su aspecto. Siempre se maquillaba al despertarse antes de que nadie la viera.

Llevaba un vestido largo y vintage, de color negro fúnebre, con broches de cobre como botones, junto a unas altas botas militares y una pamela con flores. Emitía elegancia desde sus perlas en el colgante y pendientes, pasando por sus alargados y finos guantes, llegando a su anillo de espinela. Su apariencia intimidaba.

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