61. Ojalá esto siempre

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El corazón se me encoge cuando Gianni se acerca por detrás y me abraza la cintura. Miro sus brazos estrechándome contra él, coloco los míos encima. Su respiración colisiona en mi cuello, donde ha encajado la mandíbula. Respiro fuerte, Gianni también. Ojalá esto siempre.

—¿Te gusta? —me susurra al oído.

—Me encanta.

Me encantan Positano, tus abrazos y tú es lo que en realidad me gustaría decirle.

—¿Y te inspira?

—Muchísimo. No sé qué tiene este lugar, pero...

—Mi madre se volvió «loca de inspiración» cuando nos mudamos a Positano.

—¿Qué ocurrió?

—Era pintora. Al llegar aquí, algo cambió en ella, en su manera de comportarse, en cómo nos trataba... Se encerraba horas y horas en su estudio, se aislaba del mundo. Se olvidó de nosotros. Y un hogar no soporta el peso de una familia entera cuando el pilar fundamental desaparece. —Coge una bocanada de aire y suspira atormentado—. Eso ocurrió, entre otras cosas.

Me doy la vuelta para encararlo y apoyo los codos en la barandilla. Me observa y sé que no ve nada, porque tiene la mirada ausente, perdida en el pasado.

—¿Por eso me dijiste que detestas a las chicas que pintan?

—Sí. Durante años el olor a pintura incluso me provocaba arcadas. Era incapaz de apreciar ese arte porque a mí me lo había arrebatado todo.

Lo comprendo mejor de lo que podría imaginarse. Sin embargo, no entiendo algunas cosas y desde esta mañana, cuando le confesé que había vuelto a pintar, me asalta una gran duda. El pecho se me oprime.

—Y... ¿no me detestas a mí?

—¿Sabes? —musita recogiéndome el cabello tras las orejas y acariciándome las mejillas con los pulgares—. Me he esforzado mucho en hacerlo, pero me temo que no bastará con que pintes, seas una chica problemática o un adorable desastre con tacones.

—¿Eso soy? ¿Un adorable desastre con tacones? —inquiero riéndome.

—Un adorable desastre con tacones que me vuelve loco.

Le brilla el verde transparente de sus ojos. Me pregunto cómo me brillará a mí la mirada cuando lo enfoco y mi corazón le pertenece. Sus labios presionan los míos. Le mordisqueo el labio inferior y se ríe. El pecho se me infla de algo demasiado bonito como para ponerle un nombre. Adoro su risa grave. Su lengua alrededor de la mía. Nos besamos lento, luego no soportamos este ritmo tortuoso y los besos se tornan salvajes, pasionales, trastabillando hasta el salón. El abrigo cae al suelo. Nuestros pantalones también. Nos dejamos la parte superior porque hace frío. Lo empujo al sofá y me siento en su regazo. Froto mi pelvis contra la suya con la ropa interior de por medio. Le beso desde el lóbulo de la oreja hasta la clavícula. Alza mi barbilla. Se apropia de mis labios. Me arremolina el pelo entre sus dedos. Jadeamos en nuestras bocas, sin separarnos. Locos por sentirnos. Sus manos me acogen con fuerza los pechos por debajo de la blusa blanca. Gimo alto. Sigo contoneándome encima, batallando con su lengua exigente. Notar la dureza de su entrepierna, sentirme deseada por él, me excita de una forma tan exagerada como absurda.

Se vuelve incontenible. Nos quitamos la ropa interior a trompicones, va a por un preservativo y lo guío otra vez al sofá. Me coloco encima. Sus manos en mis caderas me hunden en él, profundo, lento y constante. Alzo el rostro al techo para permitir que los gemidos me escalen la garganta al natural. Sus dedos me cubren la boca intentando silenciarme, le muerdo de manera provocativa y le arranco un gruñido sexy que me empodera. Gianni frunce el ceño antes de atraerme a centímetros de su rostro.

—Te juro que te haría mía todos los días de tu vida —dice con voz ronca.

Trago saliva. El placer aumenta hasta volverse incontrolable. Me agito sobre él. El orgasmo me aturde, me deja sin respiración. Hay palabras en mi interior que también quieren atravesar su corazón, pero las arrastro al lugar más recóndito de mí. No sé si me estoy enamorando o ya estoy jodidamente enamorada de ti. Creo que lo segundo. ¿Hay escapatoria a esto? ¿Algún truco para salir ilesa? Lo dudo. Le rodeo el cuello con las manos mientras lo beso reduciendo la velocidad, sintiéndolo en cada esquina de mi corazón. Tengo ganas de llorar. Lo abrazo, dejo que el ritmo lo marque él. Y me abraza la espalda al alcanzar su clímax gimiéndome al oído. Un nudo en la garganta me está matando.

No lo quiero soltar.

Suspira y me apretuja fuerte. Él también parece tener sus propios demonios.

Pasan unos minutos hasta que aflojamos el abrazo, nos alejamos unos centímetros y le rozo la nariz con la punta de la mía. Su aliento se escapa en forma de sonrisa.

—¿Ves que eres adorable?

—Solo contigo, Gianni.

—¿Por qué?

—Debes de tener algún superpoder.

—Debes referirte a mi encanto natural —responde burlón.

—Creo que acabo de cometer un gran error al alimentarte ese ego presuntuoso.

—Lo cometiste el día que te cruzaste en mi camino, Anna.

Lanzo un bufido al aire y nos encaminamos a la ducha. Hemos quedado para almorzar con Livia, así que aprovechamos el tiempo para relajarnos bajo la presión del chorro caliente y deshacemos la maleta escuchando la radio italiana en el televisor con una copa del vino que encontramos en el frigorífico de la cocina como muestra de agradecimiento. Doy un sorbo, me pongo el vestido rojo con escote de barco, mangas transparentes y espalda descubierta que Amber me regaló y bailo por el salón con la copa en la mano.

Para tu primera cita con Gianni, recuerdo sus palabras y me río.

Estoy pletórica.

En la pantalla aparecen videos de diferentes paisajes de Italia y el nombre de la canción. L'italiano de Toto Cutugno. Gianni pasa por mi lado, me da un tortazo en el trasero y suelto un gritito que desemboca en una media sonrisa en sus labios. Se sirve otra copa y me tiende la mano. Se une a mi baile improvisado. Está guapísimo, con unos pantalones de pinza color camel y una camisa de lino con varios botones desabrochados que deja entrever la tinta de los tatuajes.

Lasciatemi cantare, una canzone piano piano —canta sensual y me invita a girar. Cuando doy media vuelta, antes de volver a mi posición, me atrapa entre sus brazos. Noto los latidos de su corazón en mi espalda—. Quién diría lo bien que te sienta Italia.

Me doy la vuelta. Lo abrazo. Nos balanceamos. Escondo el rostro en su pecho. Inspira en mi pelo. Nos besamos y damos por finalizado el baile. Me pongo un abrigo negro, me cuelgo el bolso al hombro y nos ponemos los zapatos. Vamos calles abajo hasta la costa, donde se ubica el restaurante en el que hemos quedado con Livia para almorzar. El sol ha comenzado a esconderse tras un manto de nubes grisáceas. No sé quién de los dos se adelanta, o si se convierte en una de esas manías inconscientes entre dos personas que se gustan, pero vamos todo el paseo cogidos de la mano. Y sus dedos, entrelazados con los míos.

Sí, ojalá esto siempre.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA) #wattys2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora