23. Sexo, lujuria y mentiras

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Gianni me cede el primer turno.

El baño de su habitación es amplio, baldosas y paredes color crema y una enorme ducha a la izquierda separada por una pared de cristal. Me froto la piel aún caliente con un champú que huele a aceite de Argán y me enjuago bajo el chorro a presión. El desagüe ruge al tragarse el remolino de agua acumulado e imagino que, además de tragarse la espuma, se está llevando consigo el huracán de pensamientos que da vueltas en mi cabeza.

Cierro el grifo, me coloco sobre la alfombra color café que hay frente al lavabo y me atuso la melena. Ni rastro del maquillaje, las pecas toman relevancia en mi rostro. Después de secarme con la toalla que me ofreció Gianni, me pongo el vestido de nuevo y hago una mueca de asco al notar la zona de la espalda húmeda. Creo que volveré a ducharme cuando llegue a mi apartamento.

Al salir, veo a Gianni sentado en el borde de la cama texteando en su móvil. Apenas un par de lamparitas iluminan la habitación. No puedo evitar fijarme en su espalda ancha y desnuda, coronada por un ángel caído que tiene alas de murciélago y cae en picado entre diversos símbolos. Agua, sufrimiento, muerte, culpa... Algunos de ellos ni siquiera los reconozco, pero todos están concentrados en la parte superior y se extienden hasta los brazos y pectorales. Ahora entiendo por qué en el club siempre llevaba esa camiseta de cuero que le ocultaba los tatuajes. Tras la nuca tiene tatuado un símbolo japonés y ello me recuerda a la joven de rasgos orientales que esperaba en la puerta de Digihogar. Parecía afectada, aunque más afectado pareció él al divisarla.

—¿Por qué odias a las mujeres que pintan? —le pregunto acercándome al otro extremo de la cama.

—Cada uno tiene sus gustos.

—No lo entiendo.

—Será por mi madre —dice aún de espaldas—. Era pintora.

¿Acaso odias a tu madre? No me atrevo a indagar. Las preguntas siguen arremolinándose en mi garganta, como qué pensaría de mí si supiese que una vez intenté serlo. Pintora. Vivir de mi arte. Quizá no querría verme de nuevo, ni siquiera a Lisa en el Club 13. La cama se hunde bajo mi peso. Cojo un cigarrillo de mi bolso, me lo poso en los labios y lo enciendo. Él abandona el móvil en la mesita de noche y ladea la cara hacia mí.

—¿Eres romántica, Anna?

Me tenso al instante. Todo mi cuerpo se pone a la defensiva. Lo fui, ya no.

—¿Acaso me ves cara de romántica? —protesto.

—Hueles a amor.

—Huelo al único champú que tienes en la ducha.

—No me refiero a eso.

Mantenemos la mirada en algo parecido a una guerra silenciosa repleta de puñales suspendidos en el aire que podrían salir despedidos en cualquier momento, en cualquier dirección.

—Pues te recomiendo que te chequees el olfato.

—También hueles un poco a mentirosa.

Eso no puedo negárselo. Escupo una sonrisa amarga junto al humo de mis pulmones y me inclino hacia él entornando los ojos con la intención de que capte mi amenaza.

—Puedo oler a sexo y a lujuria. También a mentiras —mascullo entre dientes—, pero jamás a amor, ¿me oyes?

—Así que odias el amor —insinúa, astuto—. Puede que ahora entiendas lo que siento hacia las mujeres que pintan.

—Vaya, eso ha sido un golpe bajo.

Rechazo cualquier señal en mi corazón. Lo dejaron vacío, ahora está apagado. Fuera de cobertura. Rechazo el término «amor» como si fuese un desastre natural del que debería huir en cuanto vislumbrase un mínimo indicio, porque la posibilidad de que un «des» se añada al principio de ese término es capaz de arrasar ciudades enteras. Pensarlo duele. Me pongo en pie, incómoda.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA) #wattys2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora