36. Las cosas a la antigua

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La comida se convierte en un festín de sabores, cotilleos y un regalo que Vero ha reservado para el final: una gargantilla de plata de la que cuelga una gota de agua que cambia de color según la luz que absorbe. No le pregunto acerca del significado porque temo que sea una gota de pintura en lugar de agua, me la ajusto al cuello y seguimos devorando el pastel de pescado. Como todo en la vida, el momento es tan breve que, cuando nos zampamos el último bocado, me cuesta procesar que ya hemos celebrado mi cumpleaños. Recogemos todo y nos repartimos los dulces de crema y nata. A mi padre le centellean los ojitos al entornarlos y percatarse de que hoy no tendrá de postre uno de esos yogures con sabor a jarabe. Casi diría que está más feliz que yo, como un niño ajeno al pasado que arrastra o a lo que un día fue.

Es triste presenciar al hombre que me subía a los hombros y luego me enseñó a escalar montañas para revelarme el mundo desde lo más alto engurrumido en una esquina del sofá. Pero siempre que algo me hace sentir mal, mis labios se curvan hacia arriba intentando convencerme de lo contrario. Me conformo con que tenga una segunda oportunidad, con que aún pueda saborear su dulce favorito, y me siento en el reposabrazos para recogerle los dedos entre los míos.

Vero se va pronto porque tiene que dar clases privadas en el gimnasio de lujo al que ha entrado a trabajar. Mi madre prepara chocolate a la taza y disfrutamos de la bebida caliente jugando con mi padre en el sofá a ver quién acierta las respuestas del programa de preguntas que están echando en la tele. Al cabo de un rato, le envío un mensaje a Sammy para avisarlo de que en media hora nos veremos en mi apartamento, me guardo en el bolso las facturas que mi madre ha preparado sobre la mesita de la cocina y me despido de ellos. De camino al coche me enciendo un cigarrillo. Salgo del residencial. Inhalo, exhalo. Me dirijo a los aparcamientos de la colina. Fumo una bocanada, la expulso. Doblo la esquina del residencial. Justo cuando me llevo el cigarro a los labios para fumar de nuevo, los dedos me tiemblan y cae al suelo.

—No quise pedirle tu número a Vero, así que aquí me tienes.

Su voz me paraliza. Juro que por un instante todo el puto mundo se detiene a mi alrededor. El corazón se me hace pequeño al ver a Kai después de tantos años, apoyado con los brazos cruzados sobre su coche como antaño. Solo que ahora no es un Jeep rojo, sino un Land Cruiser negro. Apenas ha cambiado. Viste pantalones vaqueros y una camisa de cuadros al estilo leñador que se le ciñe, sobre todo, en los bíceps. Su piel es cálida, reconozco esos ojos avellanados que me enseñaron a amar y tiene el cabello castaño medio largo, igual que por entonces. Al verme pasmada frente a él, sin reaccionar, no puede evitar sonreír. Y aparecen los hoyuelos, esos malditos hoyuelos que tanto me encandilaban, a ambos lados de su sonrisa.

Las mejillas, por primera vez en mucho tiempo, me arden.

—Haciendo las cosas a la antigua —musito.

—Como a ti te gustaban. —Descruza los brazos y saca del bolsillo trasero del pantalón un paquete de clínex con un lacito rosa—. Feliz cumple, chica de los pañuelitos.

Recuerdo la cantidad de veces que me refugié en Kai cuando su hermano menor, el chico que me gustaba en un principio, me machacaba el corazón. Llanto tras llanto, siempre tenía un pañuelito para mí. Así fue cómo nos conocimos, yo lloraba y él me ofrecía un clínex. Casi puedo recordar la emoción que sentía al verlo cuando estábamos juntos. La revolución de sensaciones trepándome al vientre, ensanchándome las comisuras y picándome en las manos, deseosas por explayar en un lienzo todo el amor que su presencia me evocaba.

—Lamento decirte que la chica de corazón blandito que lloriqueaba por todo ya no existe. —Lo acepto con una sonrisa incómoda y lo guardo en el bolso—. Pero gracias de todos modos.

Kai enarca las cejas incrédulo y luego niega en silencio con esa típica sonrisa sinuosa en él. Esa sonrisa de saber más cosas de mí que yo misma. Para qué negarlo, antes era así. Y Kai significaba mi mundo en color, los sonidos bien sintonizados o la piel que acariciaba toda la noche contando sus lunares sin temor a que algún día desapareciera y perdiese la cuenta para siempre.

—¿Cómo están tus padres?

Me cruzo de brazos en actitud defensiva, aunque sé que Kai jamás haría nada intencionado para hacerme daño, sino todo lo contrario. Me siento desubicada, tanto que me cuesta diferenciar las emociones contrariadas que se me van acumulando en el pecho. Es felicidad, enojo, confusión, nerviosismo... Sin embargo, al mismo tiempo, es como si todo lo malo hubiese sido una simple pesadilla y pudiese volver a lanzarme a sus brazos o pintar juntos un cuadro. Verlo en persona es rebobinar en el tiempo.

—Bien. Mi madre se ha quedado dándole de comer a mi padre el segundo dulce del día. Un récord, sin duda.

—¿Y tú?

Su mirada busca la mía. Es intensa, como cuando me decía cuánto me quería. No, más bien como cuando me preguntaba cuánto lo quería yo a él y luego me hacía cosquillas en la cama porque le decía «un poco menos que ayer» para molestarlo. Trago saliva y lucho por acallar esta repentina marea de recuerdos.

—¿Yo qué?

—¿Cómo estás? ¿Sigues en esa agencia inmobiliaria?

—Estoy de paso por la competencia —trato de sonar divertida para restarle importancia al encuentro.

Emite una carcajada melodiosa y sus hombros se relajan. Por acto reflejo, los míos también, aunque se me remueve todo por dentro y estoy tiesa como un palo frente a la presencia de Kai. Me fijo en sus hoyuelos al reír, nunca supe qué tenían que los hiciesen tan atractivos.

—Ya me contarás eso —dice con toda la naturalidad que me falta a mí porque se esfumó el día en que lo hizo él también y me entrega su móvil con la pantalla desbloqueada—. Yo estoy de paso por Madrid. Tengo algunas reuniones y asuntos pendientes. Uno de ellos eres tú, así que apúntame tu nuevo número de móvil, tengo que contarte algo importante.

—Puedes hacerlo ahora.

Arruga la frente a modo de burla. Es un rotundo «no» en lenguaje de Kai, así que me limito a marcar los números en la pantalla y se lo devuelvo.

—Prefiero que sea con tranquilidad, un refresco o un buen vino. Eso lo dejo a tu elección —comenta mientras guarda el móvil—. Me voy el viernes. Cuando puedas, dime qué día te viene bien y quedamos.

Continúo paralizada viéndolo subir al Land Cruiser. En cierto modo, aunque no lo haya perdonado por lo que hizo, no quiero que se vaya.

—¿Y si solo puedo el viernes? —bromear me sale de forma automática. Me sorprendo.

Kai ladea el rostro para enseñarme una sonrisa cálida, armoniosa. Repleta de esa paz que me abrazaba siempre que lloraba. Tras un «Estaré esperando tu mensaje», pone en marcha el motor y se aleja de la zona de los residenciales. Sabía que mi cuerpo dejaría de responder con normalidad cuando lo viese en persona, por eso quería evitar un encuentro de este tipo con Kai. Y dudo que me equivoque al suponer que le debo los honores de esta encerrona a Vero, que últimamente está más en contacto con él.

De camino a mi coche pienso en que sí, que Kai antes me conocía como la palma de su mano, mejor incluso que yo a mí misma, pero que ahora no tiene ni idea de la mujer en la que me he convertido. Que las cosas han cambiado y ya no soy la misma, porque aquella chica tuvo que resurgir de las cenizas y volver a reconstruirse el día en que él la abandonó.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA) #wattys2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora