3. Pasado en blanco y negro

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—¿Qué tal? —se interesa la chica que ha estado conmigo las cuatro horas que ha durado el tratamiento de extracción del color de mi cabello y tinte de otro diferente—. ¿Te gusta?

Me veo al gran espejo de la peluquería, adornado por focos que cuelgan de las esquinas y apuntan directos a los rasgos dulces de mi rostro. Una sonrisa despampanante me cruza los labios pintados de un rojo intenso, que resalta con el vestido blanco de tirantes que he elegido para la ocasión y mi nuevo color miel con mechas de un rubio ceniza a la altura de mis hombros. Este cambio de look no entraba en mis planes, pero era necesario por si algún asesor de Digihogar me reconocía como «la pelirroja de Blupiso», porque eso es lo que más me ha caracterizado siempre.

—Estoy espectacular —le digo a la chica, que amplía los labios satisfecha por el cumplido—. Muchas gracias.

—¡Gracias a ti! —vocifera entusiasmada mientras recoge las herramientas y utillaje de peluquería.

Paso por caja, activo la cartera digital en mi móvil y lo acerco al datáfono antes de despedirme del resto de las chicas que trabajan aquí. El trato en este lugar es excepcional, nadie podría dudar de ello, pero también es cierto que saben cobrárselo con creces. El exterior me recibe ajetreado, decenas de letreros parpadeantes saludan a los transeúntes de Madrid desde lo alto de los edificios y cientos de personas enchaquetadas caminan deprisa de un lado a otro. Esta es mi zona, donde he trabajado tantos años, gracias a la que los números de mi cuenta bancaria subieron como la espuma y la razón por la que puedo permitirme mi vida actual.

Me dirijo al parking subterráneo, pulso el mando a distancia y las luces de mi Audi A4 de nueva generación parpadean indicándome dónde lo aparqué esta mañana. Inspiro fuerte el olor a cuero del interior y conecto mi playlist al reproductor mientras salgo a la superficie. La primera que suena en modo aleatorio es Nightmare de Halsey.

I'm no sweet dream, but I'm a hell of a night —canto mi parte favorita.

El Paseo de la Castellana es una avenida amplia, tiene seis carriles principales, muchísimos árboles, edificios admirables y pisos que cuestan más de dos millones de euros. Miro a ambos lados cuando me detengo en el semáforo y me pregunto quién de los que rondan por ahí estará robándome a mis clientes. Todo el mundo aquí viste trajes, así que resulta complicado encontrar la típica corbata roja de los asesores comerciales de Digihogar. La zona se queda atrás junto al semáforo en verde y pongo rumbo a mi antiguo hogar, unos enormes residenciales a media hora en coche del centro.

Entre la música a todo volumen, mis cantos desentonados y mi cigarrillo electrónico con sabor a cereza, el trayecto se hace corto. No debería fumar, mi madre dice que este aparato estropea los pulmones igual que los cigarros, pero ella no se hace una idea de lo que me estropearía el estrés si no me desahogase fumando o pasando el rato en el Club 13. Busco aparcamiento en cualquier lugar alrededor de mi residencial y, cómo no, lo encuentro junto a la colina que se tragaba mis lágrimas durante la adolescencia, cuando mi corazón era fácil de romper y me ilusionaba al recibir un simple saludo del chico que me gustaba.

Qué ingenua.

Inspecciono los jardines del residencial y saludo al conserje que me ha visto crecer aquí desde pequeñita. En este mismo residencial vivía el que podría haber sido mi ex porque estaba locamente encaprichada de él y su hermano mayor Kai, el que en realidad terminó siendo mi ex. Recordar aquellos tiempos de años atrás me arrebata una sonrisa melancólica, aunque me alegro de que esos dos chicos ya no sean vecinos de mis padres, sería un incordio cruzármelos por aquí todas las semanas.

—¡Qué guapa! ¡Guapísima! —exclama mi madre al abrir la puerta, me coge las manos y observa cada pelo rubio en mi cabeza—. ¡Corre, entra para que tu padre pueda verte!

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA) #wattys2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora