7. Te tengo, capullo

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Las manecillas del reloj analógico que hay encima del escritorio de Ellie siguen girando con el pasar de los minutos. Me cruzo de brazos descansando la espalda en el sillón que hay en la planta superior, al lado de las máquinas expendedoras, esperando a que Gianni haga acto de presencia. Sin embargo, veo que dan las nueve y cuarenta y el resto de los asesores ha pasado por la oficina para recoger los panfletos que tienen que repartir por la zona anunciando los pisos a la venta y los grandiosos servicios que ofrece Digihogar.

No puedo más, necesito trabajar.

Dejo atrás la comodidad del sillón, pulso el número tres en la máquina expendedora y paso la cartera digital del móvil por el datáfono. Recojo la cajetilla de tabaco que ha caído para guardarla en mi bolso y me contemplo en el reflejo de la máquina. Visto un conjunto similar al de ayer, aunque de color azul eléctrico, con el cabello liso y teñido de miel y un rubio ceniza hasta los hombros, y los labios de un rosa nude que me endulza el rostro. Me siento incómoda en este lugar. Y, peor aún, me aburro.

—Mi supervisor aún no ha llegado —le advierto a Ellie al bajar las escaleras.

Aparta los dedos del teclado y me mira por encima de sus gafas redondas.

—Está en una reunión desde las ocho. ¿No te ha avisado?

Se me hace imposible disimular el suspiro que me vacía los pulmones. Claro que no lo ha hecho. A este paso, tardaré años en irme de aquí. Hace un mohín de preocupación que dura una milésima de segundo, luego chasquea la lengua. Del cajón de su escritorio saca un móvil que me tiende.

—Llegará en un rato, mientras tanto podrías aprovechar el tiempo configurando tu nuevo móvil de empresa. —Tras cogerlo, desvía la atención a la pantalla—. Utiliza su despacho, ahí estarás más cómoda.

—¿Está abierto?

—Claro, siempre que comparte despacho lo está. En caso de que no lo esté, tengo la copia de la llave.

Eso se dice antes, joder.

—Gracias, Ellie.

El reloj marca las nueve y cincuenta, el corazón se me acelera. De haber sabido que tenía acceso a su despacho, habría aprovechado para examinarlo en busca de cualquier prueba que lo incrimine. Puede que aún tenga tiempo para entrar en el ordenador.

Inspiro fuerte al poner un pie en su despacho, el ambiente es fresco y huele a esos tonos amaderados que me encantan y me hacen cerrar los ojos hasta que caigo en la cuenta de que este olor no se debe a ningún ambientador, sino a los vestigios del perfume del imbécil de mi «supervisor». Me siento en la silla, de cuero y con el respaldar mullido. No hay tiempo que perder, sonrío maliciosa ante la posibilidad de encontrar lo que he venido a buscar.

Pero mis esperanzas caen en picado cuando, al intentar ingresar en el logo de su usuario, una foto de Gianni trajeado y sonriendo de forma sutil, descubro que tiene contraseña. Para colmo, hay un post-it azul colgando del borde de la pantalla:

«Mete las narices en otro lugar mientras me ausento».

Mi ego se da por aludido. Pensar en él, de alguna manera, me da ganas de romper platos y rasgar periódicos caducados. Vero diría que soy una exagerada, que no ha ocurrido nada grave como para recurrir a la violencia (en mi cabeza), y yo le diría que a mí nadie me humilla como lo hizo él ayer. O como lo ha hecho hoy al no avisarme, obligándome a perder mi tiempo leyendo su estúpido mensaje colgado a la pantalla de este ordenador.

Repiqueteo los dedos contra el roble blanco veteado del que está hecho este escritorio y suspiro furiosa. ¿Por qué demonios todo aquí es tan lujoso y embaucador? Me quito los zapatos para subir los pies en un acto de rebeldía y cruzo las piernas.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA) #wattys2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora