9. Es hora de tragarse el orgullo

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—Ni hablar.

Gerardo entrelaza los dedos por encima de la mesa de cristal de su despacho. Creo que voy a cogerle la misma manía que a Rosadito, mi verdadero jefe tras bambalinas. De hecho, en momentos como este descubro que esa manía se mengua, incluso lo echo de menos. Sus comentarios ocurrentes, sus bromas, su actitud despreocupada porque sabe que soy capaz de cualquier cosa por mantener Blupiso en pie.

—¿Por qué? —cuestiono su respuesta a la petición.

—La pregunta es por qué no quieres trabajar con él.

Clava en mí unos ojos que se balancean entre lo desafiante y lo inquisitivo. La justificación debe tener peso para que acceda a... No me da tiempo a pensar, Gerardo se levanta del sillón con ruedas y se ajusta el nudo de la corbata de un rojo satinado distinto al de los demás de la oficina.

—Gianni te enseñará mucho más que cualquier otro compañero de la agencia.

—Con todo respeto, Gerardo. En dos días, solo me ha enseñado que debo llevarle un vaso de agua cuando él me lo pida.

De pronto, se destornilla en mis narices. No le encuentro la gracia. Los surcos alrededor de sus ojos se transforman en arrugas.

—Diablos, Gianni... —Se desabrocha un botón de la americana oscura y pasea las manos por su pelo canoso engominado como queriendo recuperar la seriedad que ha perdido en esas carcajadas—. Sé que puede tener mal temperamento si alguien interfiere en su trabajo, pero se acostumbrará a tu presencia.

Extiende el brazo invitándome a abandonar la postura formal que he adoptado por inercia, a tomar asiento. Sé que puede leerme, los asesores nos acostumbramos a leer a los demás para atacar sus puntos débiles, dirigirlos a nuestro terreno, ganar la lucha mental para salirnos con la nuestra. Mi nuevo jefe no está dispuesto a ceder, por eso quiere que siente mi trasero en esta cómoda silla. Me está preparando para rendirme a su oferta.

—Quiero que puedas entender mejor mi decisión —prosigue astuto, vuelve a ocupar su silla y relaja el cuerpo contra el respaldar—. Gianni es de los asesores más jóvenes que ha demostrado tener casi todas las aptitudes que este tipo de empresas requiere. Jamás he tenido que enseñarle nada. Cuando se presentó aquí sin tener ni idea del nombre de una sola calle de Madrid, también trajo una carpeta repleta de información sobre clientes interesados en comprar, posibles pisos en ventas e incluso toda la información que había recabado de Digihogar.

El bombeo de mi corazón adquiere un ritmo irregular. Esa historia me suena.

—¿Eso lo hace especial? —inquiero.

Y aunque deseo que se niegue en rotundo, en el fondo espero que lo considere especial. Porque yo hice lo mismo cuando me planté frente a Rosadito reclamando un puesto en Blupiso. Tardé días en rellenar la carpeta de documentos interesantes y al final terminé repudiándola, deseando entregarle la información a cambio de trabajo. Fue motivador que me felicitase incluso sin vender mi primer piso. Sin embargo, la voz de la autocrítica se repetía de forma constante, me acosaba: «¿Qué día de mi vida me había vuelto tan chantajista? ¿O siempre había sido así retorcida? La necesidad, Anna. Estás desesperada. Retírate del arte, tu padre se muere». El tono severo de Gerardo me devuelve a la realidad.

—Eso lo hace imprescindible, ¿me entiendes?

Mi respiración se ha vuelto irregular. Afirmo bajando el mentón.

—Quiero a más como él y, por alguna razón, intuyo en ti algo especial también.

Por alguna razón, me siento derrotada.

—Sois más parecidos de lo que crees, al menos en lo profesional. Solo el tiempo me dará o no la razón.

—Sé que soy capaz de lo que me proponga —declaro oprimiendo el nudo en la garganta.

©La jugada perfecta (JUPER) (COMPLETA) #wattys2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora