Capítulo III: El Mercado.

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La noche caía sobre Judea. El castillo del Rey Herodes se encontraba en completo silencio, más solo se podía escuchar por los pasillos una respiración agitada, propia del mismísimo soberano.

Herodes el Grande, como se hacía llamar, no podía conciliar el sueño debido a las fuertes pesadillas que lo atormentaban noche tras noche. Inquietantes voces que no lograba recordar, esa sensación de peligro y el sudor frío atormentandolo le hacían contraer los músculos.

—¡Largo! —gritó furioso levantándose de golpe.

El soberano respiró agitado mientras se tocaba la cara sintiendo la húmedad del sudor cayendo. El calor de la habitación era sofocante, casi comparado con un infierno.

—¡Venid! —volvió a bramar en cólera—. ¡Ineptos hagan caso!

Dos soldados que hacían guardia en la entrada de la habitación, entraron de inmediato para abrir los ventanales, permitiendo que una brisa nocturna ingresara en la alcoba. Sin embargo, la atmósfera seguía cargada con la inquietud que atormentaba a Herodes.

—Mi señor, ¿qué es lo que le atormenta tanto? —preguntó uno de los guardias, con voz temblorosa.

Herodes, con ojos desorbitados, miró fijamente al soldado sin dar una respuesta inmediata. Luego, entre dientes, murmuró:

—Pesadillas. Voces que no puedo recordar, pero que no me permiten descansar.

Los soldados intercambiaron miradas nerviosas mientras intentaban mantener la compostura frente al rey.

—Necesito respuestas. Informen a los astrólogos, a los sabios. ¡Quiero saber el significado de estos sueños!

Ambos guardias asintieron y se retiraron apresuradamente de la habitación. Mientras tanto, Herodes permanecía en la penumbra de su alcoba, sumido en la oscuridad de sus propios pensamientos y temores. La sombra de algo desconocido se cernía sobre él, y el rey estaba decidido a descubrir su origen.

—Esos tres... —recordó a los reyes magos, luego miró hacia el ventanal logrando divisar la estrella que aun seguía brillando en el cielo, gloriosa— ¡Manden a llamar a esos tres inútiles!

Un tercer guardia salió después de los otros dos para obedecer la orden del soberano. Herodes aplaudió una vez y tres doncellas, vestidas con la mejor seda, se acercaron para brindarle ayuda. 

—Preparen la tina, también mi ropa y llamen a Antípatro.
—Si, mi señor —dijeron ellas al unísono.

Herodes volvió a mirar el cielo estrellado, las dudas acerca de lo que había pasado una noche anterior lo tenían en ascuas. Sin embargo algo tuvo que haber pasado para que justamente una de las estrellas brillará con tanta fuerza.

¿Tenía algo que ver con esos tres inútiles?

Las novedades acerca de ese bebé, ese futuro rey de los Judíos, le respiraba en la nuca. No podía permitir que alguien intentará ostentar su trono, no después de tanto. Era SU reino y de nadie más.

Horas más tarde, el monarca se encontraba sentado en su trono decorado con una cabeza de león. Se tocó la frente queriendo percibir si la fiebre había bajado, pero aun seguía latente. Hizo una mueca.

—Padre.

Ante él apareció la figura de Antípatro. El joven de semblante serio,  se detuvo frente al trono seguido de sus soldados que se colocaron detrás.

—Al fin apareciste —comentó de mal humor Herodes—. Más vale que tengas buenas noticias, mi primogénito. 
—Lamentablemente no pudimos encontrarlos —respondió Antípatro sin agachar ni un segundo la mirada.

El Don De La Estrella.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora