Una estrategia desafortunada

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Las propiedades del señor Yeager se limitaban a una finca que le rentaba dos mil libras al año. Desgraciadamente para sus hijas, a falta de hijos varones, a su muerte, la heredad recaería en un sobrino. En cuanto a la fortuna de la madre, aunque era suficiente para cubrir sus necesidades, no le compensaba de la carencia de la del marido.

Su padre había sido un notable abogado en Meryton y le había dejado cinco mil libras. Tenía una hermana casada con un abogado, el señor Philips, empleado en el despacho de su padre, a quien había sustituido en el negocio, y un hermano, el señor Gardiner, también casado, que vivía en Londres dedicado al comercio.

El pueblo de Longbourn distaba solo una milla de Meryton, lo que permitía a las jóvenes ir tres o cuatro veces por semana para visitar a sus tíos e ir de tiendas. Las dos hijas menores eran particularmente asiduas de la casa de su tía y de la ciudad, con lo que entretenían el aburrimiento de muchas mañanas.

En esos días, la tía les acababa de dar una buena noticia: un regimiento había emplazado su cuartel general en la ciudad para pasar el invierno y cada día había algún detalle nuevo que contar sobre los oficiales. Las chicas pronto entablaron contacto con ellos. Por su parte, las visitas de los señores Philips a la familia se convirtieron en una fuente de dicha hasta entonces desconocida, pues no se hablaba nada más que de los oficiales.

Y mientras que para su madre el tema de la fortuna de Arlert era lo que la animaba, para las hijas ese asunto no tenía ninguna importancia en comparación con las insignias de un uniforme militar.

Una mañana, el señor Yeager, cansado ya de oír hablar de lo mismo, dijo: —Por todo lo que decís, no puedo sino pensar que sois dos de las chicas más simples del condado. Lo sospechaba desde hace tiempo, pero ahora estoy convencido.

Este comentario desconcertó a Kitty, pero Lydia lo tomó con total indiferencia. —Estoy sorprendida, querido —comentó la señora Yeager—, de que no tengas ningún reparo en hablar mal de tus propias hijas. Yo hablaría mal de los hijos de los demás, pero no de las mías.

—Si mis hijas son necias, espero ser siempre capaz de darme cuenta de ello.

—Sí, pero sucede que todas son muy inteligentes. Querido, tienes que considerar que son jóvenes y no pueden pensar como nosotros. Cuando lleguen a nuestra edad, verás como ya no piensan en los oficiales. Yo me acuerdo de que a mí también me gustaban mucho las guerreras rojas. Y si un joven coronel, con cinco o seis mil libras de sueldo al año, quisiera casarse con una de ellas, yo no tendría nada que objetar, te lo aseguro.

Un criado entró con un mensaje de Netherfield para la señorita Jane y esperaba la respuesta. Los ojos de la madre brillaron de alegría y, apenas su hija había acabado de leerlo, le preguntó:

—Bueno, Jane, ¿de quién es?, ¿qué te dice? Dínoslo ya.

—Es de Annie Arlert y me invita a comer con ellas. ¿Puedo coger el carruaje?

—No, querida —dijo su madre—. Será mejor que vayas a caballo, porque parece que va a llover y así te podrás quedar allí a pasar la noche.

—No está mal la estratagema —opinó Elizabeth—, si estuvieras segura de que no se van a brindar ellos a traerla a casa.

—Yo preferiría ir en el coche —dijo Jane.

—Pero, hija, los caballos se necesitan en la granja. ¿Verdad, señor Yeager?

—Se necesitan muchas veces y no los tengo, porque vosotras os los lleváis.

—Pero si dices que hoy los necesitas —apuntó Elizabeth—, mamá habrá conseguido su propósito.

Orgullo y prejuicio. [Levi Ackerman]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora