Cuando una dama dice no

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Al día siguiente en Longbourn, Floch Forster tenía preparada su declaración formal.

No podía perder más tiempo, pues su permiso para ausentarse de su parroquia cumplía al siguiente sábado y como no sentía ninguna desconfianza sobre el buen resultado de su pretensión, se dispuso a seguir todos los pasos que tal circunstancia exigían.

Encontró a la señora Yeager, a Elizabeth y a una de las hermanas menores desayunando en el comedor y se dirigió a la madre.

—¿Puedo esperar, señora, que me conceda el honor de tener una conversación a solas con su bella hija Elizabeth durante el transcurso de esta mañana?

Elizabeth apenas tuvo tiempo de ruborizarse, cuando su madre respondió:

—¡Oh, señor! Por supuesto que sí. Estoy segura de que Lizzy estará feliz de oírle. Vamos, Kitty, te necesito arriba.

—¡Mamá querida, no te vayas! —dijo Elizabeth completamente turbada —. El señor Forster no tiene que decirme nada que no puedan oír los demás. Yo también me voy.

—No digas disparates. Tú te quedas aquí y escuchas lo que te ha de decir Forster.

Elizabeth no pudo oponerse a esa orden y, por otra parte, pensó que lo más razonable era salir del apuro cuanto antes; así que se sentó de nuevo.

Enseguida que se quedaron solos, Floch empezó a hablar.

—Créame, mi querida Elizabeth, que su modestia más que perjudicarla le añade otra virtud a mis ojos. Usted puede imaginar el propósito de mis palabras. Mis atenciones hacia usted han sido tan manifiestas que no pueden llevar a dudas. Tan pronto como entré en esta casa, la elegí a usted como compañera de mi futura vida. Vine a Hertfordshire con el fin de elegir esposa Y tres son las razones para ello: primera, porque creo que un clérigo que tenga resuelto su sustento debe predicar el matrimonio con el ejemplo; segunda, porque este añadirá felicidad a mi vida; y tercera, porque es el expreso deseo de mi protectora. A estas hay que añadir que, en vez de elegir esposa en mi vecindario, donde le aseguro que hay jóvenes agraciadas, decidí venir a Longbourn para hacerlo porque al tener que heredar esta finca a la muerte de su padre, así podía de alguna forma compensar a sus hijas de tal pérdida. Esta ha sido mi razón especial. Y dicho esto solo me queda, mi querida prima, manifestarle la vehemencia de mi afecto.

—Va usted demasiado deprisa, señor —dijo Elizabeth—. Olvida usted que no le he dado todavía mi respuesta. Permítame que lo haga sin más tardanza. Lo primero es agradecerle la deferencia que ha tenido conmigo. Soy consciente del honor que supone su proposición, pero no puedo aceptarla.

—Ya sé —replicó Floch con un movimiento formal de mano— que la costumbre es que las jóvenes rechacen las peticiones de mano la primera vez que un hombre se la hace, aunque secretamente estén dispuestas a aceptarlo. Y la segunda y hasta la tercera. Así que no voy a desanimarme por ello, pues espero llevarla al altar muy pronto.

—Le doy mi palabra, señor —insistió Elizabeth—, de que no soy una de esas jóvenes que arriesgan su felicidad esperando que el hombre que aman se declare una segunda vez. Soy completamente seria en mi negativa. Usted no podría hacerme feliz a mí ni tampoco yo a usted. Ni creo que su amiga lady Catherine me considerase la mujer más cualificada para usted. —Se levantó para marcharse, pero Floch la retuvo.

—Cuando tenga el honor de volverle a hablar del tema, espero recibir una respuesta más favorable. Estoy seguro de que mi ofrecimiento cuenta con la aprobación de sus padres y, por lo tanto, no será rechazado. No creo que la mano que le ofrezco no sea digna de usted ni que la posición que tengo no sea aceptable. Mis relaciones con la familia de Bourgh y con ustedes mismos hablan en mi favor. Tiene también que pensar que, a pesar de sus muchos atractivos, es muy difícil que reciba otra oferta de matrimonio como la mía. Su fortuna es tan escasa que no la compensará su belleza y cordialidad. Por ello debo creer que su rechazo es una táctica usual entre las damas.

Orgullo y prejuicio. [Levi Ackerman]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora