Nuevos vecinos

104 5 0
                                    

El señor Arlert era bien parecido y su porte era el de un caballero de agradable rostro y sencillas maneras. Las hermanas eran bellas y distinguidas; el cuñado, el señor Hurst, simplemente un caballero. Fue su amigo, el señor Ackerman, el que pronto acaparó la atención del salón. Era un hombre alto, elegante, de facciones hermosas y nobles, cuya renta anual, según el rumor que circuló a los cinco minutos de entrar, ascendía a diez mil libras anuales.

Durante la primera mitad de la velada, causó gran admiración, hasta que su forma de comportarse molestó a la concurrencia y su popularidad decayó, pues se mostró como un hombre presuntuoso que se creía por encima de la gente que le rodeaba; y ni sus grandes posesiones en Derbyshire le bastaron para hacerse perdonar su petulante actitud. Por el contrario, el señor Arlert había simpatizado enseguida con la mayoría de las personas de la sala.

Demostró ser un hombre vital y simpático; no se perdió ni un baile y se disgustó mucho cuando vio que se terminaba tan pronto, prometiendo dar él mismo uno en Netherfield. ¡Qué contraste entre los dos amigos!

El señor Ackerman solo bailó una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Arlert, rechazando ser presentado a otras damas y dedicando el resto de la noche a hablar con sus propios amigos. Decididamente era el hombre más orgulloso y antipático del mundo y todos desearon que no volviera nunca más por allí. Entre las personas más indignadas se contaba la señora Yeager, pues este individuo había desairado a una de sus hijas. Así era.

Elizabeth Yeager se había visto obligada, dada la escasez de caballeros, a permanecer sentada durante dos bailes y en ese tiempo el señor Ackerman había estado de pie tan cerca de ella que pudo oír la conversación que este mantenía con su amigo Arlert.

—Vamos, Ackerman. Detesto verte de pie solo. Estarías mucho mejor bailando.

—Desde luego que no. Ya sabes que odio bailar, a no ser que conozca a la persona con quien lo hago. Tus hermanas tienen pareja y aquí no hay ninguna otra mujer con la que bailar no fuera para mí un suplicio.

—Si yo tuviera un imperio —le insistía Arlert—, no sería tan exigente como tú. Te aseguro que en toda mi vida no he encontrado jóvenes tan lindas como las que hay aquí.

—Tú estás bailando con la única chica guapa del salón —replicaba Ackerman, mirando a la mayor de las hermanas Yeager.

—¡Oh! Es la criatura más hermosa que jamás vi. Pero una de sus hermanas está sentada justo detrás de ti y es igualmente bonita. Voy a decirle a Jane que te la presente.

—¿A cuál te refieres? —Y volviéndose miró a Elizabeth, haciendo que esta se fijará en él. En ese instante él apartó su vista y dijo fríamente—: Sí, es aceptable, pero no lo suficiente hermosa para tentarme; además, no estoy de humor para consolar a señoritas a las que otros han despreciado. Vuelve con tu pareja y no pierdas más tiempo conmigo.

Arlert siguió su consejo y Ackerman salió de la sala, dejando a Elizabeth dedicándole no precisamente cordiales deseos. Les contó el suceso a sus amigas, sin darle mayor importancia, pues tenía un carácter alegre y vigoroso, capaz de reírse de las situaciones ridículas. Pese a este incidente, la velada discurrió placentera para la familia Yeager.

La madre había visto a su hija mayor admirada por Arlert, con quien bailó varias piezas e igualmente sus hermanas fueron muy amables con ella. Jane se sentía feliz. Catherine y Lydia tampoco habían perdido un baile. De modo que todas volvieron contentas a Longbourn, el pueblo donde vivían y en el que eran los vecinos de más categoría. Encontraron al señor Yeager aún levantado, leyendo un libro y sin darse cuenta del tiempo. Además, tenía curiosidad por saber cómo se les había dado la noche en la que tantas esperanzas habían puesto.

—¡Oh, querido —dijo la madre al entrar en la sala—, qué velada más deliciosa hemos pasado! ¡Qué baile más excelente! ¡Ojalá hubieras venido! Jane produjo sensación en todos por lo hermosa que iba. El señor Arlert bailó varias veces con ella, figúrate, fue con la única que repitió baile. Me ha dejado encantada. ¡Es tan guapo! ¡Y sus hermanas, qué amables! Jamás he visto unos vestidos más elegantes, ¡qué encajes!

El señor Yaeger la interrumpió. No soportaba sus detalles sobre el vestuario. Así que su esposa se vio obligada a dejar aquel asunto y pasó a relatarle con mucha amargura y alguna exageración la espantosa rudeza del señor Ackerman con Elizabeth.

—Pero te puedo asegurar —añadió— que Lizzy no pierde nada no siendo de su agrado, porque es el hombre más vanidoso, desagradable y aborrecible del mundo.

Cuando Jane y Elizabeth se quedaron a solas en el dormitorio que compartían, la mayor, que hasta ahora se había mantenido cauta en alabar a Arlert, le expresó a su hermana lo mucho que le había gustado.

—Él es como debe ser un joven caballero —dijo—: sensato, de buen carácter, alegre, de finos modales y buena educación.

—Y también guapo —añadió Elizabeth—. En suma, un hombre completo.

—Me halagó mucho que me pidiese un segundo baile. No me lo esperaba.

—¿No? Pues yo sí. ¿Puede haber cosa más natural que te sacase de nuevo? Tú eras cinco veces más bonita que cualquier otra joven en el salón. Y sí, realmente es un hombre muy agradable; así que tienes mi permiso para que te guste. A fin de cuentas, te han gustado otros muchos más estúpidos. Eres muy propensa a no ponerle faltas a nadie y que toda la gente te parezca estupenda.

—¡Pero, Lizzy! Es que no me gusta hablar mal de nadie, simplemente.

—Y también te habrán gustado sus hermanas, ¿no es así? Sin embargo, sus modales no son como los de él.

—Es verdad, al principio. Pero son muy amables cuando se habla con ellas. Annie va a venir a vivir con él y se hará cargo de la casa. Creo que será encantadora.

Elizabeth la escuchaba en silencio, pero no estaba convencida de ello. Su comportamiento en el baile había sido calculadamente distante con la gente. Ella tenía un sentido de la observación más agudo y severo que el de su hermana y por eso le habían parecido damas hermosas y distinguidas, pero estiradas y orgullosas, solo amables con quienes ellas elegían. Descendían de una respetable familia de ricos comerciantes del norte de Inglaterra y habían sido educadas en uno de los mejores colegios de Londres. Tenían una fortuna de veinte mil libras y se relacionaban con la gente de su rango. Todo ello las hacía creerse en disposición de sobrevalorarse a sí mismas y de menospreciar a los demás.

El señor Arlert había heredado una propiedad valorada en cerca de cien mil libras de su padre, el cual había intentado adquirir una finca, pero murió sin realizarlo. También el hijo tenía ese propósito, pero dada la debilidad de su carácter no se acababa de decidir sobre hacerlo o pasar el resto de sus días en la que acababa de alquilar en Netherfield y dejar la compra para la siguiente generación. Arlert hacía escasamente dos años que había cumplido la mayoría de edad y por una recomendación casual aceptó ver la mansión de Netherfield. La miró, entró y estuvo dentro media hora, le gustó su situación, las dependencias y el precio que le señaló el dueño. Así que la alquiló.

Entre él y Ackerman había una fuerte amistad, a pesar de lo opuesto de sus caracteres. Ackerman estimaba a Arlert por la franqueza y docilidad de su carácter. Por su parte, la firmeza de Ackerman era lo que más apreciaba Arlert y lo que más confianza le daba, así como sus juicios, que le merecían una alta valoración.

Ackerman era superior en inteligencia, pero al mismo tiempo era arrogante, reservado y poco dado al trato con la gente, pese a su buena educación. En este sentido, su amigo Arlert le llevaba ventaja, pues estaba seguro de caer bien allí donde aparecía, mientras que Ackerman molestaba.

En cuanto a la opinión que la gente de Meryton les merecía a ambos era muy dispar. Arlert nunca había encontrado personas más agradables, ni chicas más bonitas en su vida, en especial la señorita Yeager le parecía un ángel. Todos habían sido simpáticos y atentos con él, y pronto hizo amistad con ellos.

Ackerman, por el contrario, no había visto nada más que una colección de gente fea y pueblerina, que no era digna del más mínimo interés y de la que no recibió ninguna atención. La señorita Yeager era, en efecto, muy bonita, pero sonreía demasiado. Las hermanas Arlert estaban de acuerdo en que era una joven bella y dulce, a la que no tenían nada que objetar, por lo que su hermano quedó autorizado para pensar de ella lo que más le gustase.

Orgullo y prejuicio. [Levi Ackerman]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora