Polos opuestos

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El nerviosismo y el llanto que le ocasionó enterarse de todo esto le produjo un fuerte dolor de cabeza, que fue en aumento con el día. Eso y las pocas ganas que tenía de ver a Levi, le hizo rehusar acompañar a Sasha y Floch aquella tarde a Rosings. Cuando se quedó sola, se dedicó a releer las cartas de Jane y en esto estaba cuando sonó la campanilla de la puerta.

Por un momento pensó en el coronel; pero se encontró frente a Levi. De manera atropellada, él le preguntó cómo estaba, aludiendo a que su visita se debía a su malestar. Ella le contestó con frialdad. Levi se sentó unos instantes y después se levantó agitado, caminando por la sala. Elizabeth estaba desconcertada, pero no dijo una palabra.

Pasados unos segundos, él vino hacia ella y le dijo:

—He luchado en vano y no puedo más reprimir mis sentimientos. Permítame que le diga cuán ardientemente la admiro y la amo.

Elizabeth se quedó atónita. Lo miró y se sonrojó, dudando de lo que había oído y, sin poder hablar, guardó silencio. Él consideró que con esto lo animaba a seguir y se explayó confesándole lo que sentía por ella y el tiempo que hacía que la amaba. Se expresaba bien, pero no solo le hablaba de los sentimientos de su corazón, sino también de su dignidad y de su orgullo. Le dijo que la inferioridad social de ella había sido una barrera para dejar libertad a sus afectos, pues eso suponía para su familia una degradación. Ponía tanto calor en lo que decía que más que ser tomado como una ofensa, él creía que debía aumentar el mérito de su declaración.

A pesar de su profundo enojo, Elizabeth no podía dejar de conmoverse por el elogio que suponía para ella el amor de un hombre como aquel y, aunque su determinación era firme, lamentó el dolor que le iba a causar.

Las últimas palabras de Levi reflejaban la esperanza de ser recompensado aceptando su mano, a pesar de los obstáculos de clase que él había conseguido superar. Elizabeth podía ver que él esperaba una respuesta favorable y esa seguridad la exasperó aún más, así que una vez que él había concluido, ella, con sus mejillas encendidas, trató de responder con templanza.

No obstante, a lo largo de sus palabras, su intención inicial se trocó en furor.

—Creo que en estos casos las normas establecen que la dama agradezca los sentimientos del pretendiente, aunque no sean correspondidos. Si yo pudiera sentir gratitud, ahora mismo le daría las gracias; pero no puedo. Nunca he pretendido ser de su agrado y usted confiesa que lo he sido en contra de su voluntad. Lamento hacerle sufrir y espero que sea por poco tiempo. Esos sentimientos que, según usted, tanto tiempo ha intentado reprimir no tendrá dificultad en olvidarlos.

Levi, apoyado en la chimenea, tenía sus ojos fijos en ella y escuchaba sus palabras con incredulidad. Se puso pálido de ira, aunque luchaba por aparentar serenidad. Al fin, forzando la voz y con un tono de calma, dijo:

—¿Y esta es toda la respuesta que usted me hace el honor de dar? Al menos tendrá a bien decirme por qué me rechaza con tanta rotundidad, aunque poco importa.

—Yo también podría preguntarle —contestó ella— por qué se atreve usted a decirme que me quiere, ofendiéndome al añadir que lo hace contra su voluntad. Pero si esto no fuera suficiente motivo para mi descortesía, tengo otro y usted lo sabe. Aunque mis sentimientos hubiesen sido favorables a usted, ¿cree que habría podido aceptar al hombre que ha truncado la felicidad de mi hermana más querida? —Levi cambió de color al oír estas palabras. Elizabeth continuó—: Tengo toda la razón para pensar mal de usted. Ninguna excusa puede justificar su actuación malvada e injusta en este caso. No negará que ha sido usted quien los ha separado, a él exponiéndolo a las críticas de la gente por caprichoso e infantil, y a ella a las risas burlonas que originan los amores frustrados, y a ambos al más agudo dolor. ¿Puede usted negar que lo ha hecho?

—No voy a negar —dijo Levi con absoluta tranquilidad— que hice todo lo que pude para apartar a Armin de su hermana y me alegro de haberlo conseguido.

—Pero no es solo en este asunto —continuó Elizabeth— en el que baso mi antipatía hacia usted. Antes de que esto sucediese, ya me había yo formado una opinión sobre usted desde el momento en que Jean me relató lo que había pasado entre ustedes.

—Se toma usted mucho interés por este caballero —dijo Ackerman con tono alterado.

—¿Y quién que conozca sus desgracias no lo hará? Ha sido usted el que se las ha infligido —exclamó Elizabeth con energía—, usted el que lo ha reducido a su actual estado de pobreza, el que le ha privado de los beneficios que le habían sido designados.

—¿De modo que esta es la opinión que le merezco? —dijo él mientras daba grandes pasos por la sala—. ¿Esta es la estima que me tiene? Le doy las gracias por su sinceridad. Grandes son mis faltas, según sus cálculos, pero — se paró frente a ella y la miró— quizá estas ofensas habrían sido ignoradas si su orgullo no lo hubiera herido mi honesta confesión sobre los escrúpulos que me impidieron decidirme a dar este paso. Estas amargas acusaciones hubiesen sido suprimidas si yo hubiese sido más comedido en hablarle de mis luchas internas y me hubiera limitado a alabarla y a hacerla creer que mi amor era incondicional y absoluto. Pero yo aborrezco la mentira y el disfraz. No me avergüenzo de mis sentimientos. ¿Cómo podría usted esperar que me alegrase de emparentar con una familia tan vulgar y tan por debajo de mi clase?

La irritación de Elizabeth iba en aumento y esforzándose por serenarse, dijo:

—Está equivocado, señor Ackerman, si cree que declarándome su amor de forma más caballerosa habría impedido que lo rechazara. Debo decirle que desde el primer momento en que le vi sus modales me llamaron la atención por su soberbia, su egoísmo y su desprecio hacia los demás. Todo eso me hizo tomarle verdadera aversión, hasta el punto de pensar que usted sería el último hombre del mundo con el que yo me casara.

—Ya ha dicho usted suficiente, señora. Perdone por haberle robado su tiempo y acepte mis mejores deseos de salud y felicidad.

Salió de la habitación y abandonó la casa al instante. Elizabeth se sentía desfallecer; su cabeza estaba a punto de estallar. Subió a su cuarto y lloró largamente.

Orgullo y prejuicio. [Levi Ackerman]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora