Vuelta a casa

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Llegó el día de despedirse las dos amigas. Elizabeth dejaba a Sasha con tristeza. Ella y Mary pasaron por Londres para recoger a Jane y desde allí partieron las tres de regreso a Hertfordshire. La familia Yeager recibió a sus hijas con mucho cariño. Y en la comida se comentó la noticia del día: los militares dejaban Meryton.

—¿Se van de veras los militares? —preguntó Elizabeth con gran satisfacción.

—Sí —explicó Lydia—, van a establecer su campamento cerca de Brighton. Le hemos pedido a papá que nos lleve allí para pasar el verano. Sería un plan maravilloso.

Elizabeth pensó que ese era un magnífico plan para acabar de desacreditar a su familia: un regimiento de soldados, tardes de paseo y bailes. Correrían las voces de que las señoritas Yeager no podían pasar ni medio día sin ir a la caza de los oficiales.

—¡Ah! ¿Y sabéis otra cosa? —continuó Lydia riendo—. Es sobre nuestro querido Kirschtein. Ya no hay peligro de que se case con Mary King. Ella se ha ido a vivir con su tío a Liverpool y se va a quedar allí.

—Y ella también —dijo Elizabeth— se libra de una boda arriesgada para su fortuna.

—No lo querría mucho cuando se ha ido —opinó Jane—, ni tampoco él a ella.

—¡Bueno! Contadnos —Lydia cambió de tema— todo lo que habéis hecho desde que os fuisteis. Y lo primero, ¿os habéis encontrado con algún hombre interesante? ¿Habéis tenido algún idilio amoroso? Yo esperaba que alguna de las dos hubiese encontrado marido antes de volver a casa. A Jane ya se le va pasando la edad, tiene casi veintitrés años. ¡Oh, Señor, ¡qué vergüenza me daría si yo no me casara antes de los veintitrés! ¡Y lo que me gustaría casarme antes que vosotras!

Elizabeth estaba impaciente por contarle a Jane la escena que había tenido con Levi, así como el contenido de su carta, suprimiendo la parte que se refería a Armin y a ella. Y así lo hizo a la mañana siguiente.

A Jane le pareció completamente natural que Elizabeth hubiera despertado el amor de Levi. Lamentaba que su declaración hubiese sido tan poco apropiada para ser aceptados sus sentimientos y sentía el dolor que la negativa de su hermana le había debido proporcionar.

—Su seguridad en su éxito fue su mayor error —comentó Jane—. No debería haberla demostrado, porque esa misma confianza hará crecer su decepción. ¡Pobre Ackerman! Piensa, Lizzy, lo mucho que ha debido sufrir. ¡Qué desilusión! Verse también obligado a contarte lo de su hermana con Kirschtein. Y, en fin, saber la mala opinión que tienes de él. ¡Qué angustioso todo!

—¡Qué angustioso, sí! Las apariencias a veces engañan. Las buenas cualidades de una persona pueden quedar ocultas tras un semblante serio y huraño; en cambio, otros individuos de aspecto cordial encierran una gran maldad. Yo creí que me portaba con Ackerman como una mujer inteligente, cuando le tomé tanta antipatía, pero no era sino vanidad. ¡Estaba tan molesta y disgustada con él! Pero cuando leí su carta, me di cuenta de que había actuado de forma atolondrada y poco razonable. La dureza con la que le hablé era consecuencia de los prejuicios que he ido alimentando en su contra. Con todo, hay algo en lo que quiero que me aconsejes: ¿debo o no hacer saber a todas nuestras amistades la verdad sobre Kirschtein?

—Creo que no habrá ocasión —le contestó Jane, tras reflexionar un momento—. Pronto se irá de aquí y entonces a nadie le importará ya cómo es realmente.

Esta conversación apaciguó el agitado espíritu de Elizabeth. Se había liberado de dos secretos que le habían estado pesando durante días. Pero había todavía algo que la prudencia le impedía desvelar, era la otra mitad de la carta de Levi, en la que decía que Armin había llegado a estimar sinceramente a su hermana. Solamente si los dos interesados llegaban a encontrarse y a aclarar sus mutuos sentimientos, podría ella romper ese misterio. Por el momento, Jane no podía olvidar a Armin y sufría su dolor en silencio; por su parte, Armin no daba señales de querer volver a Netherfield.

Llegó el último día de la estancia del regimiento en Meryton. Las jóvenes de los alrededores estaban abatidas. Lydia y Kitty apenas comían ni dormían.

—¡Qué va a ser de nosotras! ¿Qué vamos a hacer ahora? —se quejaban apenadas.

Pero las lamentaciones de Lydia pronto se disiparon, porque la señora William, esposa del coronel del regimiento, la invitó a que los acompañara a Brighton. Era una mujer joven y recién casada con él, cuyo temperamento alegre había coincidido con el de Lydia y se habían hecho muy buenas amigas.

Los arrebatos de Lydia contrastaban con la desesperación de Kitty, pero eso a ella no le importaba. Elizabeth habló en secreto con su padre, para que no la dejase ir. Le expuso todos los inconvenientes.

—Lydia tiene dieciséis años, es impulsiva, insensata y coqueta; su conducta en público es imprudente y ya nos ha puesto en ridículo a la familia varias veces.

Su padre la escuchó atentamente y después le dijo:

—¿Es que ha espantado a algunos de vuestros pretendientes? ¡Pobre Lizzy! No te desanimes. Los jóvenes remilgados que no saben mirar la vida con humor y aceptar sus pequeñas locuras no merecen que ninguna mujer suspire por ellos. No te inquietes, cariño. Dondequiera que vayáis tú o Jane seréis respetadas y apreciadas, y no os valorarán menos porque tengáis unas hermanas estúpidas. No habrá paz en Longbourn si Lydia no va a Brighton. Que vaya, pues. El coronel William es un hombre sensato y cuidará de que no haga ninguna tontería. Además, es demasiado pobre como para interesar a ningún cazador de dotes. Esperemos, por tanto, que allí madure.

Solo le quedaba a Elizabeth despedirse de Jean y pudo hacerlo el último día antes de su marcha. Él y otros oficiales comieron con la familia. Su gentileza de antes, que tanto le agradaba, la veía ahora como una manera frívola y afectada de intentar un galanteo que la irritaba. Elizabeth le explicó que había pasado tres semanas en Rosings y había coincidido con Ackerman y con su primo el coronel Smith.

—¿Se vieron ustedes con frecuencia? —preguntó él.

—Casi todos los días. Yo creo que el señor Ackerman gana mucho con el trato. Conociéndolo mejor, se comprende también mejor su forma de ser.

Mientras hablaban, Elizabeth notó que Jean iba adoptando una actitud recelosa y su habitual desenfado dejó paso a una amable indiferencia hacia ella, que terminó con cortesía, pero con un mutuo deseo de no verse más. Por su parte, Lydia se despidió de su familia con clamorosa alegría.

Orgullo y prejuicio. [Levi Ackerman]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora