Un amigo inesperado

29 3 0
                                    

El avión aterrizó en Charlottetown a las tres de la tarde. Según las indicaciones que me había dejado Remus, lo más cómodo era conseguir un coche allí mismo y viajar por mi cuenta hasta la costa, donde podría coger el transbordador que me llevaría a la isla donde tenían la casa.

Cuando me alejé del aparcamiento y tomé la ruta hacia Souris, sentí que el corazón se me animaba un poco. Hasta ese instante lo había notado extrañamente sereno, insensible.

Bajé la ventanilla del Honda Civic que había alquilado y tomé una profunda bocanada de aire. Era fresco y limpio y me embargó una calma que pronto fue sustituida por nerviosismo.

Siendo sincero, apenas era consciente de todo lo que había sucedido horas antes y de las repercusiones que tendría. Había hecho la maleta en pocos minutos, me había despedido de Effie con un fuerte abrazo y la promesa de tener cuidado, y había desaparecido dentro de un taxi bajo la atónita mirada de Avery. No me detuve a pensarlo, y mucho menos a considerarlo. En ese momento no me vi capaz de hacer frente a más complicaciones y hui.

Tras una hora conduciendo, llegué a Souris, una pequeña ciudad de apenas mil doscientos habitantes que me pareció encantadora. El transbordador que me llevaría a Pequeño Príncipe no zarpaba hasta las seis y media, así que pensé en buscar un lugar cercano al puerto donde comer algo. No había tomado nada desde el desayuno y mi estómago no dejaba de protestar.

Pregunté a un pescador que limpiaba unas nasas y me recomendó un restaurante muy cerca de allí, el 21 Breakwater. Dejé el coche en el aparcamiento del puerto y caminé los ochocientos metros de distancia que me separaban de él. El restaurante se encontraba junto a la carretera. Una casa de dos plantas con un porche que rodeaba gran parte del edificio. Pedí tarta de queso y un té con leche, y me senté en una mesa al aire libre.

En una de las sillas alguien había olvidado una revista de viajes, cuya portada anunciaba un artículo sobre la isla del Príncipe Eduardo y las islas de la Magdalena.

Le eché un vistazo mientras devoraba el pastel. Una de las cosas que empezaban a gustarme de la isla era su tamaño, tan pequeña que podías recorrerla de este a oeste en solo tres horas en coche y de norte a sur en menos de una hora. Perderse era prácticamente imposible. Si hubiera podido permitirme alojarme en un hotel, me habría quedado allí mismo, en lugar de dirigirme a una isla minúscula a dos horas en ferry desde donde me encontraba.

Empezaban a preocuparme cosas como si en Pequeño Príncipe había un supermercado, restaurantes, una farmacia... Había escapado de la casa solo con un poco de ropa y algunos productos de aseo, y no tenía ni idea de adónde me dirigía.

Aproveché el paseo de vuelta al puerto para intentar encontrar algo de información. Abrí el buscador en mi teléfono móvil y puse el nombre de la isla. Apenas aparecieron una decena de enlaces y sin detalles que pudieran ayudarme. Solo lo que ya sabía: allí no había nada.

Genial.

Minutos después, desde la cubierta del barco, mi determinación a pasar unos cuantos días en el fin del mundo empezó a flaquear y la realidad de lo que estaba a punto de hacer me superó. Yo, que llevaba seis años usando la misma marca de champú para no verme en el problema de elegir otro. Porque más vale malo conocido que bueno por conocer. Porque todo puede empeorar en un parpadeo y para qué acelerar lo inevitable.

Si mis pensamientos eran un reflejo fiel de mí mismo, era patético.

El transbordador atracó en el puerto pasadas las ocho y media y fui la única persona que descendió de él.

No era un detalle muy sorprendente.

Anochecía rápidamente y la bola anaranjada que coronaba el firmamento inició un descenso apresurado, sumiendo el paisaje en la penumbra. Con el motor en marcha, releí las indicaciones que Remus me había apuntado en un papel. Un escueto mapa al que le di una veintena de vueltas antes de decidir qué parte apuntaba al norte. Cuando tuve claro que debía viajar hacia el sur, girar a la derecha en la tercera bifurcación y luego cruzar lo que parecía una arboleda, me puse en marcha.

James Potter y otros desastresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora