Te extrañe

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Quizá porque estaba allí y no en otro sitio.

Quizá porque ya era tarde para salir corriendo.

Quizá porque en el fondo tenía la esperanza de hallar la respuesta que necesitaba. Porque había oído un millón de veces que la vida es impredecible, que cambia cuando menos lo esperas, y deseaba creer que era algo bueno, cerré los ojos y dejé de huir de la mía.

No se puede escapar de lo que uno realmente es a menos que pretendas fingir ser otra persona.

Quizá llevaba demasiado tiempo fingiendo.

Abrí los ojos y contemplé el océano. Una suave y fresca brisa me acarició la piel y me trajo olor a algas. Podía sentir el sabor del agua salada en el aire, pegándose a mi lengua. Caminé hacia la orilla, abriendo mis sentidos al espacio que me rodeaba. En pocos segundos se inundaron con los colores, sonidos y aromas. Era como si mirara el mundo por primera vez y lo que veía me encantaba. Un rincón del planeta, aislado y salvaje.

Paseé durante un rato. La arena suave de la playa dio paso a unas dunas ondulantes, y estas a una pared escarpada de tierra roja como la sangre. La escalé hasta la cumbre y miré hacia abajo. Jadeé. Me encontraba en la cima de una larguísima playa de guijarros. Se extendía hasta el infinito y las olas la golpeaban, formando crestas de espuma.

Una ráfaga de aire me sacudió con fuerza y trastabillé hacia atrás. Al norte, la tarde parecía haber echado un manto gris sobre el cielo. La playa estaba desierta salvo por una casa, tan lejana que se veía diminuta, y un par de surfistas envueltos en neopreno. Bajé trotando por la pendiente hasta la orilla.

El agua burbujeante me lamió los pies. Estaba un poco fría, pero era una sensación maravillosa chapotear siguiendo su vaivén. Entre los guijarros, una piedra roja y brillante llamó mi atención. Me agaché para cogerla y la sostuve entre los dedos mientras destellaba con el sol. Parecía de cristal.

—Buen hallazgo. Es difícil encontrarlas tan grandes.

Un grito ahogado de sorpresa escapó de mi boca. Alcé la vista rápidamente hacia la voz. Una mujer me miraba sonriente. ¿De dónde había salido y por que la conozco?

—Siento si te he asustado —se disculpó.

—No pasa nada. Es que no te he visto acercarte —respondí mientras me levantaba.

Lo primero en lo que me fijé de ella fue en su larga melena oscura hasta la cintura, a la que el sol arrancaba reflejos cobrizos. Tenía la piel ligeramente tostada y los ojos verde turquesa. Era muy guapa. Vestía una túnica blanca, amplia y vaporosa, que transparentaba las formas de su cuerpo. No supe calcular su edad. Poseía un rostro aniñado, atemporal, cosa que solo desmentían las pequeñas arrugas de expresión que lo enmarcaban.

«Etérea», esa palabra me vino a la cabeza mientras la miraba embobado y sorprendido.

Era Andy, hace años que había desaparecido. Sabía que hablaba con Sirius pero nunca me mandó una carta o llamar. No sabía cómo hablar, estaba nervioso.

Señaló con un gesto mi mano.

—¿Qué vas a hacer con ella? Es perfecta.

Miré el guijarro, sin entender a qué se refería.

—¿Qué se supone que debo hacer?

Alzó una ceja, sorprendida.

—Te he visto y he pensado que tú... ¿No sabes lo que es?

—¿Un canto? —tanteé.

Sus ojos, posados sobre mí, brillaban divertidos. Mi confusión crecía por momentos.

James Potter y otros desastresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora