Frustacion

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James no estaba en la casa cuando me desperté al día siguiente. Su coche también había desaparecido. Si no fuera porque todo su material de dibujo seguía regado por la mesa, habría pensado que ya se había largado de Pequeño Príncipe para no volver. Sin él, esas paredes se sentían demasiado calladas. Me senté en los escalones del porche mientras el sol terminaba de asomarse en un cielo despejado. Me quedé un buen rato ahí después de terminar mi segunda taza de café, pensando en lo mucho que disfrutaba la paz que se respiraba en ese lugar, tan alejado del ajetreo, el trabajo excesivo y las preocupaciones.

Cuando llegué a la isla, la falta de actividad me había caído como una losa pesada sobre los hombros. Ahora me preguntaba cómo demonios iba a retomar mi rutina cuando regresara, sin poder detenerme a sentir el sol en la cara, a respirar profundo para llenarme de vida, a caminar sin tener que apurar el paso. ¿Cómo iba a regresar a un lugar donde no me daba cuenta del paso de las semanas o los meses, hasta que las hojas caídas o un árbol de Navidad me recordaban que el tiempo seguía avanzando, escapándose entre los dedos como si fuera arena? Bufé, fastidiada por esos pensamientos tan enredados y sin sentido. Apenas llevaba tres días ahí y ya estaba perdiendo la cabeza. Tal vez había algo raro en el agua, o quién sabe, hasta en el aire. Una cosa extraña que me estaba cambiando igual que había cambiado a Xeno, a Andy o a Ted.

El sonido de un coche acercándose me sacó de mis pensamientos. Un minuto después, James apareció en el porche cargando su bolsa de trabajo. Con bermudas cortas, una camiseta sencilla, tenis y gafas de sol, parecía todo un turista.

—¿Te fuiste al pueblo? —le pregunté.

—Sí. Xeno me dijo que en la biblioteca tienen escáner y wifi, y necesitaba enviar unos correos, además de solicitar los permisos para la obra.

Entró a la casa y yo lo seguí.

—¿Ya terminaste con eso?

—Sí. La ampliación se puede hacer sin que afecte la estructura y ya añadí la nueva superficie a los planos. Por mi parte, no queda nada más.

Le sonreí, aunque tuve que esforzarme para que pareciera sincero. Si ya había terminado, seguramente se iría de regreso muy pronto, y esa idea me apretaba el estómago.

—Por cierto, ya acabé el libro que me prestaste. Gracias.

—¿Lo terminaste? —le pregunté con interés.

Asintió.

—¿Y te gustó?

Él había empezado a recoger sus rotuladores, guardándolos en una cajita, pero se detuvo para mirarme. Frunció el ceño, como si lo estuviera pensando.

—Sí, está bien. Y entiendo que en ese contexto histórico se desarrollen así las cosas, pero...

—¿Pero?

—¡Toda esa gente era una mierda! —soltó de golpe—. Desde el principio, todo el mundo trataba a Ana como si tuviera peste por ser huérfana y distinta. Y sí, al final las cosas mejoran y viven felices para siempre, pero... ¡Esa niña pasó por mucho para que la aceptaran! La obligaron a cambiar para encajar. Y ese tal Gilbert es un patán.

—No lo es —protesté, tratando de no reírme.

—Quizá tú lo veas desde el romanticismo de esa relación platónica y lo justifiques por ese gesto final. Pero ya te digo que sí lo es. "Seremos los mejores amigos. Nacimos para serlo, Ana. Has desafiado al destino mucho tiempo" —imitó a Gilbert con una voz chillona—. Ese idiota estaba loco por llevarla al establo y tratar de meterse en sus faldas.

Me tapé la boca para no reír, pero no pude contenerme y acabé soltando una carcajada. Ver a James enfadado con el libro era adorable. Me encantaba su ceño fruncido, el rastro de rubor que su enojo le había dejado en la cara, y ese brillo casi asesino en su mirada. Me encantaba él, lo fascinante y misterioso que podía ser al mismo tiempo. La inocencia que se percibía en su indignación.

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⏰ Última actualización: Oct 14 ⏰

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